En un rincón tranquilo de la costa, donde los campos de trigo se mecen con la brisa y los olivos cuentan historias al viento, vivían dos hermanos: Manu, de ocho años, y Fran, de apenas dos. Ambos pasaban sus veranos en el cortijo de sus abuelos, un lugar mágico lleno de rincones por explorar.
Un día soleado, mientras jugaban cerca de la vieja valla de madera que rodeaba la casa, un pequeño movimiento entre los arbustos captó su atención. Manu, curioso, se acercó sigilosamente y entre las sombras descubrió a un perrito tan pequeño que casi podía sostenerlo en una mano. Su pelaje era un revoltijo de manchas marrones y negras, y sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y curiosidad.
«¡Fran, mira lo que encontré!» exclamó Manu, su voz rebosante de emoción. Fran, con sus pequeños pies descalzos, corrió hacia su hermano y juntos se agacharon para mirar más de cerca al asustado cachorro.
«Es muy bonito. ¿Cómo se llama?» preguntó Fran, su dedo índice apuntando tímido al perrito.
«No lo sé, pero podemos llamarlo… Golfete,» respondió Manu con una sonrisa, y así, sin más, el perrito fue bautizado.
Desde ese día, Golfete se convirtió en el compañero inseparable de los hermanos. Juntos exploraban cada rincón del cortijo, desde el granero viejo hasta el estanque donde los patos nadaban plácidamente. Golfete, aunque pequeño, era valiente y siempre estaba dispuesto a liderar la aventura, con su nariz en el suelo y el rabo agitándose como un pequeño látigo.
Un atardecer, mientras los tres amigos se aventuraban más allá de lo acostumbrado, se toparon con un problema: Golfete se había enredado en una zarza. Manu y Fran intentaron ayudarlo, pero cuanto más se movía el perrito, más apretado quedaba atrapado.
«No te preocupes, Golfete, te sacaremos de aquí,» dijo Manu, tratando de calmar al cachorro, que miraba a sus amigos con ojos suplicantes.
Trabajando juntos, y con mucho cuidado, Manu cortó las espinas mientras Fran sostenía a Golfete, murmurándole palabras suaves. Finalmente, libre, Golfete saltó sobre los niños, lamiendo sus caras en agradecimiento.
«Eres muy valiente, Golfete,» dijo Fran, abrazando al perrito. Y en ese abrazo, los lazos de amistad entre ellos se hicieron aún más fuertes.
Pasaron el verano descubriendo secretos del campo y aprendiendo lecciones importantes sobre la amistad y el cuidado mutuo. Cada día era una nueva aventura, y cada noche, al volver cansados pero felices, se prometían más días como aquel.
Al final del verano, cuando llegó el momento de regresar a la ciudad, los hermanos sabían que algo había cambiado para siempre. Habían aprendido que la verdadera amistad no solo se encuentra entre personas, sino también con aquellos pequeños seres que llegan sin esperarlos y llenan de alegría sus vidas.
«Adiós, cortijo,» dijo Manu mirando hacia atrás, mientras Fran acariciaba a Golfete en sus brazos. «Volveremos el próximo verano y será aún mejor.»
Y mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de naranja y rosa, los hermanos, con Golfete entre ellos, prometieron volver cada año, sabiendo que cada verano sería una nueva aventura en ese pequeño paraíso.
El cortijo siempre los esperaría, con sus secretos y sorpresas, y ellos, a su vez, siempre llevarían un poco de ese lugar en sus corazones, sin importar a dónde los llevara la vida.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.