En un pequeño pueblo donde los árboles se mecían suavemente con el viento y las flores brillaban como estrellas en la tierra, vivía la Abuelita Raquis. Era una mujer de ojos brillantes y una sonrisa que iluminaba el día de cualquiera. Todos los niños del pueblo la adoraban, pues sabía contar las historias más maravillosas sobre el amor y la amistad.
Un día, mientras el sol sonreía en el cielo azul, la Abuelita Raquis decidió que era el momento perfecto para contar una historia especial a sus tres queridos amigos: Aaron, Jayce y Rayyan. Los tres niños, llenos de curiosidad, corrieron a su casa, ansiosos por escucharla.
—Hola, mis pequeños —dijo la abuelita con su voz suave y cálida—. Hoy les contaré la historia del jardín mágico del amor.
Los ojos de los niños brillaron al escuchar la palabra «mágico». Se acomodaron alrededor de la abuelita en su sillón de mimbre, listos para escuchar.
—Érase una vez, en un reino lejano, un hermoso jardín que florecía cada primavera con flores de todos los colores. Pero lo más especial de este jardín era que estaba lleno de pétalos de amor. Y cada vez que una flor se abría, un nuevo amor nacía en el corazón de alguien —comenzó la abuelita.
Aaron, un niño de cabello rizado y energía inagotable, miró sorprendido a la abuelita. —¿Cómo puede un jardín tener amor? —preguntó con inocencia.
—Ah, querido —respondió la abuelita—, el amor se encuentra en todas partes. En los abrazos, en las sonrisas y en las acciones de bondad. El jardín, al que llamaban Amoroso, era un lugar especial donde el amor crecía y se compartía entre todos.
—¿Y quién cuidaba de ese jardín? —interrumpió Jayce, un niño con una imaginación desbordante y una destreza para construir cosas.
—Muy buena pregunta, Jayce —dijo la abuelita—. El jardinero se llamaba Don Amoro. Era un hombre mayor, pero con el corazón de un niño. Don Amoro pasaba sus días cuidando cada flor y asegurándose de que cada pétalo recibiera el amor que necesitaba para crecer.
Rayyan, el más tranquilo y observador de los tres, preguntó: —¿Y algún día se fue el jardinero?
La abuelita sonrió y continuó. —Un día, Don Amoro decidió que era hora de compartir su magia con el mundo. Así que llenó su mochila con semillas de amor y se fue en busca de personas que necesitaran un poco de cariño en sus vidas.
Los niños estaban tan intrigados que casi no parpadeaban, esperando cada palabra de la abuelita.
—En su viaje, Don Amoro encontró a una niña llamada Luna que se sentía sola. Ella había perdido a su mejor amiga y estaba triste. Don Amoro, al ver su tristeza, le dio una semilla de amor y le dijo: “Planta esta semilla en tu corazón y regálasela a alguien que necesite amor”. Luna sonrió por primera vez en mucho tiempo y, al recordar a su amiga, decidió plantar la semilla.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Aaron, ansioso por saber más.
—Luna cuidó de la semilla, y poco a poco, creció una hermosa flor en su jardín. Con cada día que pasaba, su corazón se llenaba de recuerdos felices y alegría. Un día, decidió invitar a otros niños al jardín para compartir su amor y hacer nuevos amigos. Su jardín se convirtió en un lugar mágico donde todos podían jugar y reír juntos —respondió la abuela.
—¡Qué lindo! —exclamó Jayce—. Yo también quiero tener un jardín así.
La abuelita terminó de contarles que Don Amoro continuó su camino, dejando semillas de amor en cada lugar donde iba. A veces, se quedaba a escuchar las historias de aquellos que encontraban el amor en sus corazones. Cada historia le enseñaba algo nuevo, y él siempre regresaba al jardín para contarle a las flores todo lo que había aprendido.
Fue entonces cuando Aaron, con su característica energía desbordante, tuvo una idea brillante. —¡Podríamos hacer nuestro propio jardín de amor aquí en el pueblo! Podríamos plantar flores y contar historias, ¡y todos los niños podrían venir a jugar!
Rayyan y Jayce se miraron emocionados. —Sí, sería mágico —dijo Rayyan.
Así que los tres amigos decidieron que al día siguiente comenzarían su propio jardín. Cuando llegó la mañana, fueron a hablar con la Abuelita Raquis y le pidieron su ayuda.
—Por supuesto, mis pequeños —dijo la abuelita—. Vamos a plantar flores, pero también haremos algo más. En este jardín, cada vez que un niño venga a contar una historia, le daremos una flor. De esa manera, todos aprenderán sobre el amor y la amistad.
Los niños saltaron de felicidad, y juntos, comenzaron su tarea. Plantaron semillas, regaron las flores y contaron historias mientras el sol brillaba. Con el tiempo, su pequeño jardín creció y se llenó de colores y risas.
Los días pasaron y cada niño del pueblo quería conocer el jardín de amor. Con cada visita, compartían historias, risas y abrazos, y poco a poco, el amor crecía en el corazón de todos.
La Abuelita Raquis miraba con orgullo cómo el jardín se llenaba de amistad y felicidad. Y así, lo que comenzó como una historia se transformó en un bello lugar donde cada niño podía experimentar el poder del amor y la amistad todos los días.
Con el paso de los años, el jardín se convirtió en un símbolo del pueblo. Don Amoro había hecho su trabajo al sembrar la semilla de amor en el corazón de los niños. Ellos, junto a la Abuelita Raquis, habían creado un espacio donde cada abrazo, cada sonrisa y cada historia contada se convertía en una flor que florecía eternamente.
Y así, los cuatro amigos, junto a todos los demás niños del pueblo, aprendieron que el amor no solo vive en un jardín mágico, sino también en cada acción bondadosa y en cada historia que compartimos. Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.