Había una vez un pequeño pueblo llamado Colorete, donde los días siempre eran soleados y todos los habitantes vivían felices. En este encantador lugar vivía un niño llamado Ramses, que tenía un gran sueño: convertirse en un artista famoso. Ramses adoraba pintar y siempre llevaba consigo un pequeño estuche lleno de pinceles y tubos de pintura de todos los colores que se puedan imaginar. Desde que era muy pequeño, había descubierto que podía mezclar los colores y crear hermosas obras de arte que hacían sonreír a todos los que las veían.
Un día, mientras Ramses paseaba por el parque del pueblo, vio a una niña sentada en un banco con una expresión triste en su rostro. Se acercó a ella y le preguntó:
—¿Por qué estás tan triste?
La niña alzó la mirada y con un susurro respondió:
—Mi nombre es Lila, y es que hoy es mi cumpleaños, pero no tengo a nadie con quien celebrarlo.
Ramses sintió una punzada en su corazón al ver a Lila tan desanimada. Decidió que no podía permitir que su día fuera apagado. Con una sonrisa brillante, le dijo:
—¡Eres muy especial! ¿Te gustaría que pintara un cuadro para ti? Podría ser un regalo de cumpleaños.
Los ojos de Lila se iluminaron, y respondió emocionada:
—¡Sí, por favor!
Juntos encontraron un lugar soleado bajo un árbol y Ramses comenzó a pintar. Con cada pincelada, creó un hermoso paisaje lleno de flores de todos los colores. Lila miraba fascinada cómo esos colores cobraban vida ante sus ojos. Mientras pintaba, Ramses le contaba historias sobre cada color: cómo el rojo era el color del amor, el amarillo simbolizaba la alegría, y el azul representaba la paz.
Cuando Ramses terminó, se sentó junto a Lila y le mostró su pintura. La niña quedó boquiabierta. El cuadro era tan hermoso que parecía un sueño. Los colores brillaban intensamente y las flores parecían bailar con la brisa. Lila sonrió de oreja a oreja y le dijo:
—¡Es el mejor regalo de cumpleaños que he recibido en mi vida!
Ramses se sintió muy feliz de ver a Lila sonreír. Desde ese día, se hicieron grandes amigos. Ramses seguía llevando su estuche de pintura a todos lados y siempre buscaba nuevas aventuras para crear arte. Mientras tanto, Lila lo acompañaba por el pueblo animándolo a seguir soñando.
Un día, mientras caminaban, Ramses notó que en el extremo del parque había un gran muro gris que se veía muy aburrido y triste. Así que tuvo una idea brillante. Miró a Lila y le dijo:
—¿Y si decoramos ese muro? Podemos convertirlo en una obra de arte gigante y colorida que alegrará a todos en el pueblo.
Lila se emocionó y juntos empezaron a recolectar materiales. Reunieron cartones, piedras y cualquier cosa que pudiera servir para hacer su obra maestra. Luego, Ramses comenzó a pintar. Decidió que el mural debía tener un inmenso arcoíris, un sol grande y feliz, y muchas flores y mariposas.
Mientras Ramses pintaba, Lila se acercó a él y le dijo:
—Este mural será increíble, pero necesito hacer algo también. Quiero que cada flor tenga el nombre de un niño del pueblo, para que todos se sientan parte de esta obra.
Ramses sonrió y le dijo:
—¡Esa es una gran idea! Así todos se sentirán amados y especiales.
Así que Lila comenzó a escribir los nombres de sus amigos en el mural mientras Ramses seguía pintando. Cada vez que uno de sus amigos pasaba por allí, se detenía a admirar la obra y se unía a ellos. Los niños traían más colores, y juntos comenzaron a dar vida al muro gris. La alegría era contagiosa y, en poco tiempo, el muro se llenó de colores, risas y amor.
Un día, mientras trabajaban en el mural, apareció un niño nuevo llamado Tomás. La gente en el pueblo no lo conocía, y él parecía un poco tímido y triste. Ramses se acercó a él y le dijo:
—¡Hola! ¿Quieres unirte a nosotros a pintar?
Tomás miró el mural y una sonrisa tímida brotó en su rostro. Se acercó y dijo:
—Sí, me encantaría.
Ramses y Lila lo recibieron con los brazos abiertos, y pronto Tomás se convirtió en parte del grupo. Mientras pintaban juntos, Ramses notó que Tomás tenía un gran talento para dibujar. Los niños trabajaron en equipo, y en su mural, también incluyeron elementos que representaban sus sueños: barcos, estrellas, animales y árboles que estaban llenos de imaginación.
Poco a poco, el muro gris se transformó en una maravillosa obra de arte, pero más importante que eso, se había convertido en un símbolo de amistad y amor entre los niños del pueblo. El mural fue un éxito, y todos los habitantes de Colorete vinieron a admirarlo. El pueblo entero estaba tan agradecido con Ramses y sus amigos que decidieron organizar una fiesta en el parque para celebrar.
En la fiesta, los niños compartieron risas, juegos y pastel. Ramses se sentó con Lila y Tomás, y todos juntos disfrutaron de la alegría del momento. Mientras observaban el mural brillar a la luz del sol, Ramses comprendió que había logrado su sueño de hacer feliz a los demás a través del arte. El amor y la amistad se convirtieron en los colores más vibrantes de su vida.
Y desde aquel día, el pueblo de Colorete fue conocido no solo por su sol brillante, sino también por las sonrisas que cada obra de arte traía. Ramses supo que el verdadero arte no solo reside en los colores o en las pinturas, sino en el amor que compartimos con los demás y en las amistades que construimos. Así, Ramses, Lila, Tomás y todos sus amigos continuaron creando juntos, llenando Colorete de coloretes, risas y, por supuesto, mucho amor.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.