Había una vez, en un pequeño y acogedor hogar, dos hermanos que se querían mucho. Salomé, la mayor, tenía cinco años y era una niña con largos cabellos castaños y ojos brillantes llenos de curiosidad. Su hermanito, Salomón, era un bebé de un año con rizos dorados y una sonrisa que iluminaba la habitación. Desde el momento en que Salomón llegó al mundo, Salomé se convirtió en su protectora y mejor amiga.
Salomé adoraba a su hermanito. Cada día, al regresar del colegio, corría a casa con entusiasmo, sabiendo que Salomón la esperaba ansiosamente en la puerta. Salomón, aunque solo tenía un año, ya reconocía el sonido de los pasos de Salomé y se llenaba de alegría al verla. Al abrirse la puerta, Salomé y Salomón se abrazaban fuerte, riendo y llenando la casa de felicidad.
Salomé disfrutaba enseñándole a Salomón nuevas cosas. Le mostraba cómo apilar bloques de colores y cómo hacer sonar su tambor de juguete. Pero lo que más les gustaba era jugar en el jardín. Salomé sostenía la mano de Salomón mientras exploraban el verde césped, las flores de colores brillantes y las mariposas que revoloteaban alrededor. En el jardín, eran exploradores valientes en un mundo lleno de aventuras.
Un día, mientras jugaban, Salomón tropezó con una piedra y cayó al suelo. Empezó a llorar, asustado por la caída. Salomé, con su ternura habitual, se arrodilló a su lado, lo abrazó y le susurró palabras de consuelo. «No llores, Salomón. Estoy aquí contigo. Eres muy valiente, mi pequeño explorador.» Con esas palabras, Salomón dejó de llorar y sonrió nuevamente, sintiendo el amor y la seguridad que su hermana mayor le brindaba.
La mamá de Salomé y Salomón observaba estas escenas con el corazón lleno de orgullo y amor. Sabía que sus hijos compartían un lazo especial, uno que se fortalecía con cada día que pasaba. Al caer la noche, la familia se reunía para la cena. Papá, mamá, Salomé y Salomón se sentaban juntos en la mesa, compartiendo historias y risas. Después de la cena, los papás les daban abrazos y besos a sus pequeños, asegurándoles que siempre estarían allí para ellos.
Una noche, Salomé decidió contarle un cuento a Salomón antes de dormir. «Había una vez, en un reino lejano, un valiente príncipe llamado Salomón y su hermana, la princesa Salomé. Juntos, protegían el reino de todos los peligros y siempre se cuidaban el uno al otro. Eran los mejores amigos y su amor era más fuerte que cualquier cosa en el mundo.» Salomón, escuchando atentamente, se quedó dormido con una sonrisa en su rostro, soñando con las aventuras que tendría al día siguiente con su querida hermana.
Los días pasaban y cada día era una nueva aventura para los hermanos. En el verano, pasaban horas en el parque, deslizándose por los toboganes y columpiándose alto en el aire. En el invierno, construían muñecos de nieve y se lanzaban bolas de nieve, riendo y disfrutando del frío juntos. En primavera, recogían flores y hacían coronas para sus cabezas, imaginando que eran reyes y reinas de un reino mágico. En otoño, saltaban en montones de hojas crujientes, sintiendo la alegría de cada estación.
La mamá y el papá de Salomé y Salomón se aseguraban de que sus hijos supieran lo especial que era su vínculo. Les enseñaban que el amor entre hermanos es un regalo precioso, algo que deben valorar y cuidar siempre. Salomé, siendo la mayor, entendía la importancia de ser una buena hermana. Y Salomón, aunque pequeño, aprendía cada día de su hermana, imitando sus gestos cariñosos y su valentía.
Una tarde, mientras jugaban en el jardín, Salomé decidió enseñar a Salomón a volar una cometa. «Mira, Salomón, esto es una cometa. Vamos a hacerla volar alto en el cielo.» Salomón observaba con ojos grandes y curiosos mientras Salomé sujetaba la cuerda de la cometa y corría por el jardín. La cometa comenzó a elevarse y pronto estaba volando alto, bailando con el viento. Salomé le entregó la cuerda a Salomón, ayudándole a sostenerla. «¿Ves, Salomón? Estamos volando juntos.»
El viento soplaba suavemente y la cometa se elevaba cada vez más. Salomé y Salomón reían juntos, maravillados por la magia de la cometa en el cielo. En ese momento, se dieron cuenta de que, al igual que la cometa, su amor y su unión podían elevarse y superar cualquier cosa. Estaban destinados a estar juntos, a apoyarse y a compartir momentos inolvidables.
Una noche, mientras las estrellas brillaban en el cielo, Salomé y Salomón se sentaron junto a la ventana, mirando las luces titilantes. «¿Sabes, Salomón? Las estrellas siempre están ahí, aunque a veces no las veamos. Nuestro amor es como las estrellas, siempre estará en nuestros corazones.» Salomón, aunque pequeño, entendía las palabras de su hermana y asintió con una sonrisa.
Los años pasaron y Salomé y Salomón crecieron, pero su amor y amistad se mantuvieron fuertes. Aprendieron que, aunque la vida podía presentar desafíos, siempre tendrían el uno al otro. Juntos, enfrentaron el mundo con valentía, sabiendo que el amor que compartían era un tesoro invaluable.
Y así, la historia de Salomé y Salomón nos enseña que el amor entre hermanos es un vínculo poderoso y eterno. Es un amor que nos hace fuertes, valientes y capaces de enfrentar cualquier cosa. En cada abrazo, en cada risa compartida, en cada momento de consuelo, el amor crece y florece, como un jardín mágico lleno de colores y vida.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.