Había una vez un niño y su mejor amigo, un perro grande y peludo llamado Rufo. Rufo tenía el pelaje marrón y suave, y unos ojos enormes y brillantes que siempre parecían sonreír. Desde el primer día que se conocieron, supieron que serían inseparables. Juntos, compartieron muchos momentos especiales, llenos de risas y cariño.
Todas las mañanas, cuando el sol salía y llenaba el jardín de luz, el niño y Rufo corrían juntos. Rufo ladraba de alegría, y el niño reía mientras intentaba seguir el ritmo de su amigo peludo. Corrían entre las flores, persiguiendo mariposas y saltando sobre charcos de agua. Rufo siempre estaba listo para jugar, y el niño sabía que con él, cada día era una nueva aventura.
Un día, mientras jugaban, encontraron una pelota escondida entre las flores del jardín. Era una pelota roja y brillante, perfecta para lanzar y atrapar. El niño lanzó la pelota lo más lejos que pudo, y Rufo corrió detrás de ella, moviendo su gran cola. Cuando la atrapó, volvió corriendo, con la pelota en la boca, y la dejó caer suavemente a los pies del niño.
—¡Buen chico, Rufo! —dijo el niño, acariciando su cabeza con cariño.
Rufo movió la cola, feliz de recibir las caricias de su mejor amigo. Después de un rato, se tumbaron juntos en el césped, mirando las nubes pasar por el cielo azul. El niño señalaba las nubes, imaginando formas de animales, y Rufo lo miraba con sus ojos brillantes, disfrutando del momento.
Una tarde, mientras el sol comenzaba a ponerse, el niño y Rufo se sentaron bajo su árbol favorito. Era un gran árbol con ramas que formaban una sombra fresca y acogedora. Allí, el niño le contaba a Rufo historias sobre sus sueños y sus planes para cuando fuera mayor.
—Cuando sea grande, Rufo, vamos a viajar por todo el mundo. Iremos a la playa, subiremos montañas y veremos muchas cosas nuevas. Y tú estarás conmigo siempre —le decía el niño, acariciando las orejas suaves de Rufo.
Rufo, como siempre, movía la cola en señal de aprobación, como si entendiera cada palabra. Para el niño, no había mejor compañía que su fiel amigo.
Los días pasaban y la amistad entre el niño y Rufo se hacía cada vez más fuerte. Cada mañana salían a jugar en el jardín, corriendo entre las flores y persiguiendo mariposas. A veces, cuando llovía, se quedaban dentro de la casa, pero eso no les impedía divertirse. El niño construía fuertes con mantas y almohadas, y Rufo siempre encontraba la forma de meterse dentro, con su gran cuerpo cubierto de pelaje suave.
Una noche, mientras el niño se preparaba para dormir, se acercó a Rufo, que estaba echado junto a su cama. Lo abrazó fuerte y le susurró:
—Te quiero, Rufo. Eres el mejor amigo del mundo.
Rufo, como siempre, movió la cola con alegría y lamió suavemente la cara del niño. El niño se acurrucó bajo las sábanas, y Rufo se quedó junto a él, como un guardián silencioso que siempre velaba por su amigo.
Así, cada día estaba lleno de amor y grandes momentos compartidos. No importaba si jugaban en el jardín, veían las nubes o simplemente se sentaban juntos en silencio, el niño sabía que, con Rufo a su lado, cada instante era especial.
FIN
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.