En un pequeño pueblo donde los árboles brillaban con la luz del sol y las flores danzaban con la brisa, vivía una perrita llamada Lola. Lola tenía un pelaje suave y esponjoso de color marrón claro, con una mancha blanca en su pata delantera que parecían una pequeña nube. Era conocida por todos los niños del pueblo, quienes la adoraban. Lola siempre estaba lista para jugar y nunca se perdía una oportunidad para correr tras una pelota o jugar a la escondida en el jardín de la señora Rosa.
Cada día, Lola se aventuraba a explorar su hogar, el parque, y los alrededores. Era una perra curiosa y valiente. Un día, mientras jugaba cerca del arroyo que serpenteaba por el pueblo, algo brilló en el agua. Intrigada, se acercó. Era una piedrita brillante que reflejaba la luz del sol como un pequeño diamante. Sin pensarlo dos veces, Lola decidió llevársela. Pero, al intentar sacarla del agua, se dio cuenta de que no estaba sola. Junto a la piedrita, había una pequeña tortuga de caparazón verde que la miraba con ojos curiosos.
—¡Hola! —exclamó Lola, tratando de ser amigable—. ¿Eres nueva por aquí?
—Soy Tula —respondió la tortuga con una voz suave—. He llegado a este arroyo buscando un lugar tranquilo para vivir.
Lola sonrió, feliz de hacer un nuevo amigo. Compartieron historias sobre sus vidas: Tula le contó sobre sus viajes por los ríos y lagos, mientras Lola hablaba sobre sus aventuras en el pueblo y sus juegos con los niños. A medida que conversaban, una pequeña brisa soplaba y muchos insectos danzaban a su alrededor. Lola decidió que Tula debía conocer el pueblo, así que la invitó a unirse a ella en su paseo diario.
Pasaron la tarde juntas, explorando el parque, donde los niños jugaban. Tula, aunque un poco tímida al principio, pronto se sintió como en casa entre el bullicio y la risa. Los niños, al ver a Lola con su nueva amiga, también la rodearon y comenzaron a jugar con las dos. Fue un día maravilloso, lleno de descubrimientos y risas. A partir de ese momento, Tula se convirtió en parte de la pandilla.
Con el paso de los días, Lola, Tula y un grupo de niños formaron un vínculo especial. Un día, mientras estaban en el parque, conocieron a un pequeño gato llamado Miau. Era un gato juguetón, con un pelaje negro brillante y ojos que parecían dos esmeraldas. Miau estaba intentando atrapar una mariposa que revoloteaba de un lado a otro, pero se notaba que no era tan ágil como sus amigos. Lola, observándolo, decidió acercarse.
—Hola, ¿quieres unirte a nosotros? —le preguntó Lola amablemente.
Miau se sorprendió un poco, ya que no estaba acostumbrado a ser invitado a jugar, pero decidió aceptar. A partir de ese día, Miau se unió a su grupo. Juntos corrían, saltaban, trepaban árboles y exploraban cada rincón del pueblo. Cada uno de ellos, con sus habilidades diferentes, aportaba algo especial al grupo. Lola era rápida y siempre estaba lista para buscar nuevas aventuras; Tula, aunque lenta, conocía los secretos del bosque; y Miau, aunque algo torpe, tenía un gran sentido de la curiosidad.
Una tarde, mientras estaban explorando una zona del bosque que nunca habían visitado, escucharon un suave llanto. Intrigados, decidieron acercarse al sonido. Para su sorpresa, encontraron a un pequeño ciervo atrapado entre unas ramas. Se veía desorientado y asustado, y su madre no estaba a la vista.
—Pobrecillo —dijo Tula con ternura—. Debemos ayudarlo.
Lola, siendo la más valiente, dio un paso adelante.
—No te preocupes, pequeño. Estamos aquí para ayudarte —le dijo con dulzura.
Con mucho cuidado, los tres amigos comenzaron a mover las ramas que atrapaban al ciervo. No fue fácil, ya que algunas ramas eran gruesas y estaban muy enredadas. Pero trabajando en equipo, poco a poco lograron liberar al ciervo. Una vez que estuvo libre, el pequeño animal se levantó y los miró con agradecimiento.
—Gracias, amigos —dijo el ciervo, moviendo su cola de alegría—. No sé qué habría hecho sin su ayuda. Mi madre debe estar preocupada.
—¿Dónde vive tu mamá? —preguntó Miau, mirando al ciervo con curiosidad.
—A solo unas cuantas colinas de aquí —respondió el ciervo—. ¡Déjenme guiarlos!
Así, el ciervo llevó a Lola, Tula y Miau a un hermoso prado lleno de flores donde se veía a la madre ciervo buscando a su cría. Cuando la mamá ciervo vio a su pequeño llegar, corrió y lo abrazó, llenándolo de lametones y alivio.
—Gracias, amigos —dijo la madre ciervo—. Son muy valientes.
Los amigos se sonrieron mutuamente, sintiéndose felices por haber hecho una buena acción. A partir de ese día, Lola, Tula, Miau y el ciervo se convirtieron en los mejores amigos.
Con el tiempo, el grupo siguió creando más recuerdos juntos, explorando, jugando y ayudando a otros animales en el bosque. Aprendieron que la amistad y la colaboración podían hacer que cualquier desafío pareciera más fácil. Con cada aventura, se hicieron más fuertes, más valientes y más unidos.
Al final, Lola comprendió que los lazos de amistad no solo se forjan en los momentos de diversión, sino también en los esfuerzos compartidos y en ayudar a los demás. Y así, cada día, Lola, Tula, Miau y el ciervo continuaron viviendo felices, sabiendo que, juntos, podían enfrentar cualquier reto que les presentara la vida.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.