Había una vez un niño llamado Luis, que vivía en una pequeña aldea rodeada de árboles gigantes y animales que parecían sacados de un cuento mágico. Su casa estaba junto al río Putumayo, un río que cada mañana brillaba con el reflejo del sol y cuyas aguas eran tan claras como el cristal. Luis era muy curioso y le encantaba explorar la selva, donde siempre encontraba cosas nuevas y maravillosas para descubrir.
Desde pequeño, Luis escuchaba las canciones de las tribus que vivían cerca y aprendía que cada planta, animal y río tenía un secreto especial. Su abuela, una mujer sabia y cariñosa que conocía los misterios de la selva, le contaba muchas historias. Ella decía que la selva no era solo un lugar lleno de árboles y animales, sino un lugar mágico que protegía tesoros únicos. “Cada niño del Amazonas debe cuidar la selva y sus secretos”, le repetía siempre.
Un día, mientras estaban sentados en la veranda de su casa, la abuela le habló con voz suave y llena de misterio: “Luis, si quieres conocer el verdadero tesoro que guarda nuestro río Putumayo, debes encontrar la flor de la luna. Es una planta brillante que solo aparece en las noches de luna llena y se esconde en un lugar muy especial. Pero para encontrarla, necesitarás ayuda y mucho valor.”
Luis, con los ojos llenos de emoción, se levantó y preguntó: “¿Dónde puedo buscarla, abuela? ¿Y quién me ayudará?” La abuela sonrió y le dijo: “Hoy es noche de luna llena. Prepara tu linterna y una pequeña cesta, y deja que Taba, el camaleón, sea tu guía por la selva.”
Taba era un camaleón muy pequeño y diferente a los demás. Tenía colores verdes, azules y violetas que cambiaban según la luz, y siempre estaba tranquilo y observador. Vivía en la misma aldea y era amigo de Luis desde hacía mucho tiempo.
Esa noche, cuando la luna comenzó a brillar llena y redonda, Luis salió de su casa con su linterna y su cesta, encontrándose con Taba en la puerta. “¿Estás listo para la aventura, Luis?” preguntó Taba moviendo su cola con calma. Luis asintió con una gran sonrisa y juntos comenzaron a caminar por el sendero que llevaba hacia lo profundo de la selva.
Mientras avanzaban, el sonido del río Putumayo se escuchaba cercano, como si el agua cantara canciones antiguas que solo los animales y la gente del lugar podía entender. A su alrededor, los árboles gigantes parecían guardarse los secretos bajo sus hojas enormes, y las sombras bailaban al ritmo del viento suave que entraba entre las ramas.
Luis escuchaba atentamente el croar de las ranas, el canto suave de un búho que volaba de árbol en árbol y el chapoteo de algún pez saltando en el agua. Taba se movía despacio y señalaba con sus ojos grandes las huellas en el suelo, las flores nocturnas y las semillas que el viento había dejado caer.
Después de un rato, llegaron a un claro donde la luna se reflejaba en el río, haciendo que todo brillara con una luz plateada. Taba se posó sobre una roca cerca de la orilla y señaló hacia un arbusto cerca del agua. Allí, Luis vio algo que parecía brillar entre las hojas oscuras.
“¡La flor de la luna!” exclamó Luis con alegría. Era una flor blanca, con pétalos que brillaban como si estuvieran hechos de luz, y su aroma era dulce y suave. Luis la recogió con mucho cuidado y la puso dentro de su cesta.
Pero justo cuando Luis estaba admirando la flor, escucharon un susurro. “¿Quién anda ahí?” preguntó Taba, girando sus grandes ojos hacia los arbustos cercanos. De entre las hojas apareció una figura pequeña y curiosa: era una niña de la aldea vecina llamada Amira. Ella también había salido a buscar la flor de la luna porque su abuela le había contado la misma historia.
Luis y Taba sonrieron y saludaron a Amira con cariño. Explicaron lo que estaban haciendo y Amira decidió unirse a la aventura. “Si queremos encontrar el verdadero tesoro, debemos seguir el camino que la luna nos muestra y compartir lo que encontremos”, dijo Amira con entusiasmo.
Los tres amigos continuaron juntos, caminando entre los árboles y siguiendo la luz de la luna que iluminaba el río Putumayo. Iban recogiendo pequeñas cosas que les contaban la historia de la selva: una piedra con forma de corazón, una hoja con dibujos especiales y una rama que parecía brillar con un polvo mágico.
Mientras avanzaban, la selva parecía despertar y acompañar su viaje. Los monos colgaban de las ramas saludando, las luciérnagas encendían sus luces como pequeñas estrellas flotantes y el río murmuraba melodías que parecía entender solo el viento y los animales.
Después de un rato, llegaron a un antiguo árbol que la abuela de Luis llamaba “El Guardián del Río”. Sus raíces eran grandes y fuertes, como si abrazaran la tierra, y su tronco tenía marcas y símbolos que se veían cuando la luz de la luna tocaba la corteza.
Luis, Amira y Taba se acercaron al árbol y vieron que entre las raíces había un pequeño hueco. Luis metió la mano y sacó una cajita de madera, antigua y decorada con dibujos de animales y plantas de la selva. La abrieron con mucho cuidado, sintiendo que ese era el momento más especial de su aventura.
Dentro de la cajita no había oro ni piedras preciosas, sino semillas brillantes, polvo dorado y una carta escrita por sus antepasados. La carta decía: “El verdadero tesoro del río Putumayo no es una joya ni una moneda. El tesoro es la vida que caminamos juntos, la selva que cuidamos y los secretos que compartimos con amor y respeto. Cada flor, cada animal y cada árbol es un regalo que debemos proteger para que las futuras generaciones puedan seguir explorando esta maravilla.”
Luis, Amira y Taba entendieron que la misión que les había dado la abuela era mucho más que encontrar una flor brillante. Era aprender a valorar la selva y a cuidarla como un tesoro escondido que pertenece a todos.
De regreso a la aldea, bajo la luz suave de la luna, los tres amigos fueron contando a sus familias lo que habían descubierto. La abuela de Luis los abrazó con orgullo y dijo: “Ustedes han aprendido la lección más importante. La selva es un lugar mágico porque está viva, y su brillo está en el amor y cuidado que le damos.”
Desde ese día, Luis, Amira y Taba vivieron muchas otras aventuras, pero nunca olvidaron lo que aprendieron esa noche junto al río Putumayo. Y cada vez que la luna llena iluminaba la selva, recordaban que el verdadero tesoro no está escondido en cofres ni pirámides, sino en la naturaleza que los rodea y en el corazón de quienes la respetan y la cuidan.
Y así, la selva y el río Putumayo siguieron susurrando secretos mágicos bajo la luz de la luna, para que todos los niños que los escucharan pudieran ser guardianes de ese maravilloso tesoro.
Y colorín colorado, este cuento del tesoro lleno de amistad y magia se ha acabado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.