Cuentos de Aventura

El Viaje de Miguel y Franco

Lectura para 11 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivían dos hermanos llamados Miguel y Franco. Miguel, el mayor, tenía 11 años, y Franco, con 10, lo seguía a todas partes. Ambos habían crecido bajo el cuidado de su abuelita, una mujer de cabellos plateados y manos cansadas que los amaba con todo su corazón. Vivían en una modesta casita al borde del pueblo, donde la abuela se esforzaba cada día para poner un plato de comida en la mesa. Vendía empanadas y dulces en las calles, y aunque la vida no era fácil, siempre había un cálido abrazo y una sonrisa esperándolos en casa.

La historia de estos hermanos estaba marcada por la ausencia de sus padres. De su padre, no sabían nada, solo que un día se había marchado y nunca volvió. Su madre, lamentablemente, no había sido capaz de cuidar de ellos. Les había dejado encerrados durante días, sin comida ni agua, mientras ella se perdía en la noche en busca de diversión y olvido. Fueron los vecinos quienes, al escuchar los llantos de los pequeños, alertaron a las autoridades. Así fue como la abuelita se hizo cargo de ellos, dándoles el amor y la protección que tanto necesitaban.

Los años pasaron, y la abuelita, que siempre había sido fuerte y valiente, empezó a enfermar. Miguel y Franco la cuidaban lo mejor que podían, pero sus pequeños corazones estaban llenos de miedo. Sabían que si ella faltaba, se quedarían completamente solos en el mundo. Y un día, el temido momento llegó. La abuelita cerró los ojos por última vez, y los dos hermanos se encontraron solos, enfrentando un futuro incierto.

Después del funeral, los vecinos, aunque compasivos, no podían hacerse cargo de ellos. Los niños se encontraron en una situación desesperada. Su hogar, que antes estaba lleno de amor, ahora parecía frío y vacío. Miguel, a pesar de su corta edad, entendió que debía tomar las riendas. No podía dejar que el miedo los paralizara, tenía que encontrar una manera de sobrevivir.

Una noche, mientras ambos estaban acurrucados en su cama, Miguel le habló a Franco con determinación. “Franco, no podemos quedarnos aquí esperando que alguien nos ayude. Tenemos que hacer algo. La abuelita siempre nos decía que nunca debemos rendirnos. Creo que debemos buscar a mamá. Quizás si la encontramos, todo volverá a estar bien”.

Franco lo miró con ojos llenos de esperanza. La idea de encontrar a su madre, de volver a ser una familia, lo llenaba de un nuevo tipo de energía. “Pero, ¿dónde la buscaremos, Miguel? No sabemos dónde está”.

“Lo sé”, respondió Miguel. “Pero no podemos quedarnos aquí sin hacer nada. Tal vez alguien en el pueblo nos pueda dar alguna pista. Mañana iremos al mercado y preguntaremos. Tenemos que intentarlo, Franco”.

A la mañana siguiente, con mochilas ligeras en las espaldas, llenas solo con lo poco que podían llevar, los hermanos comenzaron su búsqueda. El mercado del pueblo estaba lleno de gente, y Miguel, decidido, comenzó a preguntar a los vendedores si alguien había visto a su madre. Mostraba una vieja fotografía que la abuela había guardado. Era de un tiempo en el que ella todavía sonreía, antes de que la vida la llevara por caminos oscuros.

Pasaron horas y nadie parecía saber nada. Algunos se encogían de hombros, otros simplemente no querían hablar. Pero al final del día, cuando el sol comenzaba a ponerse, un anciano que vendía hierbas medicinales se acercó a ellos.

“Conozco esa cara”, dijo el anciano mientras observaba la foto. “La vi hace un par de años en la ciudad al otro lado de las montañas. Estaba trabajando en un bar, pero no sé si todavía estará allí”.

Miguel y Franco se miraron. La ciudad al otro lado de las montañas estaba lejos, muy lejos para dos niños solos. Pero la esperanza había vuelto a sus corazones. “Gracias, señor”, dijo Miguel, con una mezcla de emoción y preocupación en su voz. Sabían que tendrían que ser valientes para cruzar las montañas, pero también sabían que no podían quedarse donde estaban. Tenían que encontrar a su madre.

Al día siguiente, al amanecer, los dos hermanos dejaron atrás su hogar. No fue fácil despedirse del lugar donde habían crecido, pero sabían que debían hacerlo. Con la imagen de su abuelita en sus corazones y la esperanza de reunirse con su madre, emprendieron el largo viaje hacia las montañas.

El camino era difícil. Las montañas eran empinadas, y los senderos estrechos y peligrosos. Pero Miguel, decidido a cuidar de su hermano, no dejaba que el miedo lo dominara. Cada vez que Franco se cansaba o quería rendirse, Miguel le recordaba por qué estaban haciendo todo eso. “Estamos juntos, Franco. Nada malo nos pasará mientras estemos juntos”, le decía, con la determinación de un hermano mayor que no dejaría que nada les sucediera.

A medida que avanzaban, el paisaje cambiaba. Las llanuras se convertían en colinas, y las colinas en picos rocosos. A veces, pasaban días enteros sin ver a nadie más, solo el sonido del viento y sus propios pasos rompiendo el silencio. En las noches, cuando se sentaban junto a una pequeña fogata que Miguel lograba encender, hablaban de los recuerdos felices con su abuelita, y se prometían que encontrarían a su madre y que todo estaría bien.

Sin embargo, un día, cuando ya habían recorrido gran parte del camino, una tormenta repentina los sorprendió en medio de las montañas. Los vientos eran tan fuertes que casi los derribaban, y la lluvia fría los empapó hasta los huesos. Buscaron refugio en una cueva, pero el temor de no poder continuar los invadió.

Dentro de la cueva, mientras el viento aullaba afuera, Franco comenzó a llorar. “Miguel, ¿y si no encontramos a mamá? ¿Y si nunca podemos regresar a casa?”.

Miguel, aunque también estaba asustado, sabía que no podía mostrarlo. Se acercó a su hermano y lo abrazó con fuerza. “Franco, ya hemos llegado tan lejos. No podemos rendirnos ahora. La abuelita siempre decía que las cosas más difíciles son las que más valen la pena. Y sé que, si seguimos adelante, encontraremos a mamá. Lo prometo”.

Las palabras de Miguel llenaron de valor a Franco, y juntos decidieron que seguirían adelante, sin importar las dificultades. La tormenta finalmente pasó, y con el amanecer, los dos hermanos salieron de la cueva y continuaron su camino.

Después de varios días más de arduo viaje, finalmente llegaron a la ciudad que el anciano les había mencionado. Era un lugar bullicioso, lleno de gente y de ruidos, muy diferente del tranquilo pueblo donde habían crecido. Se sentían pequeños en medio de tanto movimiento, pero no perdieron su objetivo de vista.

Comenzaron a preguntar por su madre en los bares y en las calles, mostrando la vieja fotografía que llevaban consigo. Sin embargo, la mayoría de las personas no la reconocían, y algunas ni siquiera se tomaban el tiempo de mirar. Miguel y Franco empezaron a sentir que la ciudad, tan grande y llena de gente, podía ser aún más solitaria que las montañas que habían cruzado.

Una tarde, agotados y sin saber a dónde más ir, se sentaron en un parque, desanimados. Justo cuando Miguel estaba a punto de sugerir que se detuvieran por el día, una mujer mayor se acercó a ellos. “¿Por qué están tan tristes, niños?”, les preguntó con voz suave.

Miguel, sintiendo que no tenían nada que perder, le contó toda su historia. Le mostró la foto de su madre y le explicó cómo habían llegado hasta allí buscando a su familia. La mujer miró la foto con detenimiento y luego los miró a ellos. “Conozco a esta mujer”, dijo finalmente. “Hace un tiempo, la vi trabajando en un albergue para personas sin hogar al final de la calle. No sé si todavía está allí, pero vale la pena intentarlo”.

Los ojos de Miguel y Franco se iluminaron. Le agradecieron a la mujer y corrieron hacia el lugar que les había indicado. El albergue era un edificio sencillo, pero acogedor, con una pequeña entrada llena de plantas en macetas. Entraron con el corazón latiendo rápido y preguntaron por su madre.

Una mujer de aspecto cansado, pero amable, los recibió. “¿Están buscando a Ana?” preguntó. Miguel asintió, mostrándole la foto. La mujer los miró con compasión. “Ana estuvo aquí hasta hace unos meses. Era una de nuestras mejores voluntarias, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Pero un día, simplemente se fue. Nadie sabe a dónde, pero dejó una carta para alguien llamado Miguel. ¿Es tu nombre, verdad?”

Miguel se quedó sin palabras, pero asintió mientras la mujer le entregaba una carta amarilla y algo arrugada. Sus manos temblaban mientras la abría y comenzaba a leerla en voz alta para Franco.

La carta decía:

“Querido Miguel y Franco,

Si están leyendo esto, significa que han sido muy valientes y han llegado hasta aquí. No puedo expresar cuánto lo siento por todo el dolor que les causé. Me perdí en la oscuridad, y no supe cómo volver a encontrar el camino hacia ustedes. Pero nunca dejé de pensar en mis dos pequeños. He intentado enmendar mis errores ayudando a otros, pero sé que nada de eso puede compensar el tiempo que perdimos.

Quiero que sepan que los amo con todo mi corazón, y que si alguna vez me encuentran, haré todo lo posible por ser la madre que ustedes merecen. Sigan adelante, no se rindan. Algún día, cuando menos lo esperen, estaré allí para ustedes.

Con todo mi amor,

Mamá”

Cuando Miguel terminó de leer, tanto él como Franco tenían lágrimas en los ojos. No habían encontrado a su madre, pero sabían que ella los amaba y que había intentado ser mejor. La carta les dio fuerza y esperanza.

Aunque no tenían todas las respuestas, sabían que debían seguir adelante, como siempre les había enseñado la abuelita. Decidieron quedarse en la ciudad por un tiempo, viviendo en el albergue y ayudando a otros, como su madre había hecho. Con el tiempo, la noticia de dos hermanos valientes que buscaban a su madre se extendió por la ciudad, y muchas personas comenzaron a buscarlas.

Pasaron semanas, luego meses, y un día, cuando el sol brillaba alto en el cielo, la puerta del albergue se abrió. Una mujer, visiblemente cansada pero con una chispa de esperanza en los ojos, entró lentamente. Al ver a Miguel y Franco, sus ojos se llenaron de lágrimas.

“Miguel… Franco…”, susurró con voz entrecortada.

Los hermanos, al verla, supieron de inmediato que era ella. Sin dudarlo, corrieron hacia ella y la abrazaron con todas sus fuerzas. Habían encontrado a su madre, y en ese abrazo, todas las heridas del pasado comenzaron a sanar.

No fue fácil, pero juntos comenzaron a construir una nueva vida. La madre había cambiado, y aunque los años de dolor no se podían borrar, los hermanos entendieron que lo más importante era el amor que los unía. Juntos, empezaron de nuevo, sabiendo que, a pesar de todo, habían encontrado el verdadero tesoro: la familia.

Fin.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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