Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques, tres amigas inseparables: Isabella, Dulce María y María Fernanda. Cada una de ellas era única y especial a su manera. Isabella era alta, con cabello rizado y siempre llevaba unas gafas que la hacían ver muy inteligente. Dulce María tenía el cabello largo y liso, y su sonrisa era tan brillante como el sol. María Fernanda, la más pequeña de las tres, tenía el cabello corto y ondulado y su carita estaba cubierta de encantadoras pecas.
A las tres les encantaba soñar despiertas, y uno de sus sueños más grandes era viajar a la luna. Pasaban horas y horas mirando el cielo nocturno, imaginando cómo sería caminar sobre la superficie lunar, saltar alto con la gravedad reducida y ver la Tierra desde tan lejos. Pero soñar no era suficiente para estas niñas. Querían hacer realidad su sueño, y así comenzó su gran aventura.
Una tarde, después de la escuela, se reunieron en la casa del árbol que habían construido en el jardín de Isabella. Subieron rápidamente por la escalera de cuerda y se sentaron en círculo, listas para compartir sus ideas.
«Yo creo que podríamos construir un cohete», dijo Isabella, sacando un cuaderno lleno de dibujos y esquemas. «He estado estudiando cómo funcionan los motores y creo que podríamos hacer uno con los materiales que tenemos en el garaje de mi papá.»
Dulce María frunció el ceño y dijo: «Eso suena complicado, Isabella. Yo he estado pensando en algo más mágico. ¿Qué tal si construimos un globo gigante y lo llenamos con un gas especial que nos haga flotar hasta la luna? Sería como un viaje en globo, pero al espacio.»
María Fernanda, que había estado escuchando atentamente, agregó: «Yo he leído que las aves migratorias viajan distancias muy largas sin cansarse. ¿Y si creamos unas alas mecánicas que nos permitan volar hasta la luna? Sería como ser superhéroes.»
Las tres amigas discutieron y debatieron, cada una defendiendo su idea con pasión. Pero, a pesar de sus diferencias, no lograban ponerse de acuerdo. El tiempo pasaba y ninguna de las ideas parecía ser la solución perfecta. Empezaron a sentirse frustradas y tristes.
Una noche, mientras miraban la luna desde la ventana de la casa del árbol, Isabella suspiró y dijo: «Tal vez no podamos hacerlo. Quizás nuestros sueños son demasiado grandes.»
Dulce María la miró con tristeza y respondió: «No digas eso, Isabella. Hemos llegado tan lejos. No podemos rendirnos ahora.»
María Fernanda, con una chispa de determinación en sus ojos, dijo: «¿Y si combinamos nuestras ideas? Tal vez juntas podamos encontrar una manera de llegar a la luna.»
Las otras dos niñas se quedaron en silencio, considerando la propuesta de María Fernanda. Luego, poco a poco, una sonrisa apareció en sus rostros. ¡Esa era la respuesta! Uniendo sus ideas podrían crear algo increíble.
Al día siguiente, comenzaron a trabajar en su proyecto combinado. Utilizaron los esquemas de Isabella para construir la base del cohete, pero en lugar de un motor complicado, llenaron el cohete con el gas especial que Dulce María había imaginado. Además, añadieron unas alas mecánicas inspiradas en la idea de María Fernanda para que pudieran planear suavemente hasta la luna.
Trabajaron día y noche, juntando piezas, probando mecanismos y ajustando detalles. Finalmente, después de semanas de arduo trabajo, su creación estaba lista. Un brillante cohete con alas, lleno de un gas ligero y especial.
El día del lanzamiento, las tres amigas se pusieron sus trajes espaciales, que habían hecho con viejas sábanas y almohadas para parecer astronautas de verdad. Se despidieron de sus familias y subieron al cohete, emocionadas y un poco nerviosas.
«¿Están listas?» preguntó Isabella, ajustando sus gafas.
«¡Más que listas!» respondió Dulce María con una sonrisa radiante.
«¡A la luna!» exclamó María Fernanda, levantando el pulgar en señal de aprobación.
Encendieron el motor y, poco a poco, el cohete comenzó a elevarse del suelo. Al principio, se movió lentamente, pero luego, gracias al gas ligero, empezó a ganar altura rápidamente. Las alas se desplegaron y comenzaron a planear, llevando a las niñas cada vez más alto, atravesando las nubes y entrando en el espacio exterior.
El viaje fue espectacular. Las estrellas brillaban a su alrededor como diamantes, y la Tierra se veía como una canica azul y blanca en la distancia. Las niñas no podían creer lo que estaban viendo. Era aún más hermoso de lo que habían imaginado.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, llegaron a la luna. El cohete aterrizó suavemente en la superficie lunar y las tres amigas salieron, dando saltos de alegría en la baja gravedad. Explorar la luna fue una experiencia mágica. Recolectaron rocas lunares, hicieron ángeles en el polvo lunar y disfrutaron de la vista del espacio infinito.
Pasaron varias horas en la luna, pero sabían que eventualmente tendrían que regresar a casa. Se despidieron de la luna con una promesa: algún día volverían. Subieron de nuevo al cohete y emprendieron el viaje de regreso a la Tierra.
El regreso fue tan emocionante como la ida. Cuando aterrizaron en el jardín de Isabella, sus familias las recibieron con abrazos y lágrimas de alegría. Las niñas contaron su increíble aventura, mostrando las rocas lunares y describiendo cada detalle de su viaje.
Desde ese día, Isabella, Dulce María y María Fernanda se convirtieron en las heroínas del pueblo. Sus nombres se recordaron durante generaciones y su casa del árbol se convirtió en un pequeño museo, lleno de recuerdos de su viaje a la luna.
Las tres amigas aprendieron una valiosa lección: cuando trabajan juntas, pueden lograr cualquier cosa que se propongan. Y aunque su aventura en la luna había terminado, sabían que muchas más aventuras las esperaban. Porque con imaginación, amistad y un poco de esfuerzo, no hay sueño que sea demasiado grande.
Y así, cada noche, seguían mirando la luna desde la ventana de la casa del árbol, soñando con nuevas aventuras y recordando la vez que tres niñas valientes volaron hasta la luna. Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.