Leonell y Jesús son dos primos muy, muy unidos. Cada mañana, despiertan con una misma emoción: jugar juntos, reír juntos, descubrir el mundo juntos. Sus risas se escuchan en toda la casa. Papá les prepara el desayuno mientras mamá les dice: “¡Hoy os espera una gran aventura!” Y ellos se miran con los ojitos brillantes y asienten sin parar.
Tras el desayuno, Leonell se pone su mochila verde. Jesús ajusta la correa de la suya, roja como una fresa. En la mochila llevan una manzana, un jugo de naranja y una mantita azul para el picnic. Con pisadas alegres salen al jardín. “¡Empezamos la gran aventura!”, grita Jesús. “¡Sí, la gran aventura!”, repite Leonell. Saltan el tronco caído, pasan junto a las flores y escuchan el canto de un pajarito.
El bosque les recibe con un susurro de hojas y un dulce perfume de flores silvestres. Caminan despacio, mirando cada piedra, cada rama, cada bicho pequeño que se mueve. A lo lejos, descubren un sendero de piedritas blancas. “Mira, un camino secreto”, susurra Leonell. “Vamos a seguirlo”, contesta Jesús. De la mano, avanzan con cuidado. El sendero les lleva junto a un arroyo cristalino. El agua salta y hace “¡plis plas!”. Los primos juegan a salpicar, mojan sus pies y ríen a carcajadas.
De pronto, detrás de unas zarzas suaves, aparece un conejito blanco. Los primos se detienen. El conejito asoma las orejitas y los mira con ojos curiosos. Jesús dice: “¡Hola, amigo conejito!” Leonell le ofrece un pellizquito de zanahoria que llevaban en la mochila. El conejito lo toma con delicadeza y salta a su lado. Así, los tres amigos continúan el paseo por el bosque, saltando charquitos y contando historias de barcos voladores y castillos en las nubes.
Al mediodía, llegan a un claro soleado donde un gran tronco caído hace de mesa. Extienden la mantita azul y sacan la merienda. Una manzana jugosa para cada uno, un vasito de jugo y unas galletas crujientes. El conejito come un trocito de zanahoria y mira contento. “¡Qué rico está todo!”, exclama Leonell. Jesús asiente con la boca llena y ríe. Comen despacito, disfrutan del sol y escuchan el viento contar secretos antiguos.
Después del picnic, deciden explorar una gran roca redondeada. Se suben, se tumban y miran el cielo. Las nubes parecen algodón, los pajaritos forman grupos que danzan en el aire. Jesús dice: “¿Y si inventamos un cuento de nubes?” Leonell comienza: “Había una nube que quería ser un barco…” Y juntos crean una historia de nubes viajeras, mares de cielo y estrellas amigas que iluminan la noche. Ríen con cada nube que cruza, saltan en imaginarios charcos de luz y se sienten libres como pájaros.
Al bajar de la roca, descubren un senderito que baja hacia una pequeña montaña de hierba suave. Con cuidado, bajan y se adentran en un túnel de hierba alta. El sol entra como rayos dorados y el aire huele a tierra húmeda. Jesús toma la mano de Leonell y juntos caminan en fila india. De pronto, al otro lado del túnel, encuentran una puerta de madera pintada de colores. Está cerrada con un candado en forma de corazón. “¿Qué habrá detrás?”, pregunta Leonell con asombro. Jesús examina el candado con curiosidad y nota que hay un pequeño dibujo de estrella.
Buscan en la mochila y encuentran una llave dorada en forma de luna. “¡Es la llave mágica!”, grita Jesús. Con cuidado, introduce la llave en la cerradura. ¡Gir, gir! La puerta se abre y un resplandor suave inunda el claro. Dentro, hay un jardín secreto con flores que brillan en morado y azul, mariposas de alas transparentes y un pequeño estanque de agua plateada. El conejito da un brinco de alegría y los primos entran maravillados.
Avanzan despacio entre flores que susurran canciones. Cada paso les trae un aroma distinto: almendra, vainilla, miel. Llegan al estanque y ven su reflejo. Pero el reflejo les sonríe de vuelta. “¿Nos saluda?”, pregunta Leonell. Y entonces una voz suave contesta: “Bienvenidos, pequeños aventureros. Habéis descubierto el Jardín de la Alegría. Aquí podéis pedir un deseo”. Jesús cierra los ojos y pide en silencio. Leonell, con las manos en el corazón, también pide su deseo. Al abrir los ojos, ven un arcoíris diminuto que cruza el estanque y desaparece en los nenúfares.
El conejito salta sobre una flor gigante y trae una pequeña nota escrita con tinta dorada. En ella leen: “Que vuestra amistad sea siempre tan fuerte como hoy”. Los primos se abrazan con ternura. “Nuestra amistad es el tesoro más grande”, dice Jesús. Leonell asiente. Juntos, dan las gracias al Jardín de la Alegría, regresan por el túnel de hierba y cierran la puerta con cuidado.
Mientras caminan de vuelta, el sol empieza a ponerse. Los colores del cielo adquieren tonos anaranjados y rosas. Los primos, de la mano, repasan la aventura: el arroyo saltarín, el conejito amigo, la roca de las historias, la puerta mágica y el jardín secreto. Cada paso les acerca a casa, pero mantienen el brillo de la aventura en sus miradas.
Cuando llegan al porche, mamá y papá los reciben con un abrazo cálido. Mamá sonríe y pregunta: “¿Habéis tenido una gran aventura?” Jesús y Leonell, con los ojos llenos de alegría, responden al unísono: “¡La mejor aventura de todas!” Se despiden del conejito, que vuelve al bosque, prometiendo volver pronto.
Y al día siguiente, el sol despertó a Leonell y Jesús con un suave “¡buenos días!” colgado de los rayos cálidos que se filtraban por la ventana. Tras el desayuno, los primos decidieron que la aventura no había terminado: aún quedaban misterios por descubrir en aquel bosque encantado. Con sus mochilas listas y la mantita doblada, salieron al jardín trasero. El conejito blanco, su nuevo amigo, les esperaba junto al seto, como señal de que el bosque les invitaba de nuevo.
Cruzaron el sendero de piedritas y, en lugar de seguir el mismo camino, optaron por explorar un desvío cubierto de hojas otoñales, aunque fuera pleno verano. “¡Mira estas hojas doradas!”, exclamó Jesús. “Parece que el bosque vive cuatro estaciones a la vez”. Leonell recogió una hoja y la sostuvo a contraluz: tenía vetas plateadas que relucían. De pronto, la hoja vibró y se transformó en un pequeño mapa. Los primos se miraron sorprendidos: ¿un mapa mágico? Sí, porque mostraba un símbolo en forma de rueda de molino, justo al norte del arroyo saltarín.
Sin vacilar, siguieron la indicación del mapa. Pasaron por el arroyo, saludaron a los pajaritos azules y, tras cruzar un puente de madera, llegaron a un molino antiguo, casi escondido entre la maleza. La rueda del molino giraba despacio, impulsada por un riachuelo oculto. Al acercarse, descubrieron que cada pala de la rueda estaba tallada con dibujos de animales: un pez, un ciervo, un búho y una tortuga. Jesús tocó el animal que más le gustaba, el búho, y de repente la puerta del molino se entreabrió con un crujido suave.
Dentro, una suave penumbra iluminada por luciérnagas les dio la bienvenida. Sobre una mesa polvorienta había cuatro piedras de colores: azul, verde, marrón y dorada. Cada piedra brillaba con un fulgor propio. Leonell suspiró de asombro: “¿Qué serán?” Jesús, recordando el libro de cuentos que su abuelo les contaba, se atrevió a tomar la piedra azul. En cuanto la sostuvo, un leve canto de agua resonó: las luciérnagas formaron un sendero luminoso que les condujo hacia una trampilla en el suelo.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.