Cuentos de Aventura

La Memoria que No Se Apaga: Un Viaje de Descubrimiento y Resistencia

Lectura para 11 años

Español

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En un pequeño pueblo rodeado de colinas verdes y un río sereno, vivía una mujer llamada Florinda. Florinda, con sus setenta y cinco años, había sido siempre una mente brillante, una mujer trabajadora, lectora voraz y una conversadora animada. Sin embargo, últimamente, una sombra sutil había comenzado a nublar sus días. Había días en que olvidaba dónde había dejado las llaves con más frecuencia, le costaba recordar nombres de viejos conocidos y, a veces, se encontraba perdida en pensamientos lejanos que parecían danzar como hojas en el viento.

A pesar de esto, Florinda mantenía una chispa en sus ojos, una curiosidad innata que nunca se apagaba. Le encantaba contar historias de su juventud a los niños del pueblo. Cada sábado, a la sombra de un viejo roble en la plaza principal, se reunían un grupo de pequeños, listos para escuchar las aventuras pasadas de su amiga Florinda. Era un momento mágico. La voz de Florinda llevaba a los niños a mundos lejanos llenos de dragones, castillos y héroes valientes.

Un día, mientras los niños se apretujaban alrededor de ella con una sonrisa en sus caras, Florinda decidió que era hora de contarles una historia que jamás habían escuchado. Una historia que, en lo más profundo de su corazón, siempre había querido vivir. Sus ojos brillaron con entusiasmo mientras comenzaba a relatarles la aventura que había comenzado muchas décadas atrás.

“Hace mucho tiempo”, empezó, “cuando yo era una joven intrépida como ustedes, decidí que quería explorar los misterios que se escondían más allá de las colinas que rodeaban nuestro pueblo. Me llamo Florinda, y mi mejor amigo, a quien siempre llamé Leo, era un chico valiente y curiosamente aventurero. Juntos, soñábamos con encontrar un tesoro escondido que, según las leyendas, estaba enterrado en la cueva de Cristalito, un lugar que nadie se atrevía a visitar.”

Los ojos de los niños brillaban mientras escuchaban a Florinda relatar cómo, una mañana de primavera, ella y Leo se prepararon con un mapa dibujado a mano, su destino trazado entre valles y arroyos. Llevaban una mochila llena de bocadillos, linternas y, por supuesto, el valor de la juventud.

El camino hacia la cueva no fue fácil. Hubo momentos en que las espinas de las plantas les rasguñaban la piel, y otros en que animales curiosos asomaban por entre los arbustos, mirándolos con ojos inquisitivos. Pero nada podía detener su espíritu aventurero. Con cada paso que daban, la emoción crecía, y su risa resonaba en el aire fresco.

“Cuando llegamos a la entrada de la cueva, el sol estaba empezando a ponerse. Las sombras danzaban sobre las piedras, y todo se sentía mágico”, continuó Florinda. “Recuerdo que miré a Leo, y ambas sonrisas se extienden. Era el momento que tanto habíamos esperado.”

Entraron en la cueva y, aunque al principio todo parecía oscuro, pronto se dieron cuenta de que las paredes estaban adornadas con cristales que reflejaban cada pequeño rayo de luz que traían consigo. “¡Era como un mundo de estrellas atrapado en la tierra!” exclamó Florinda, recordando la maravilla de aquellos momentos. Los niños observaban embobados, imaginando la cueva llena de brillo y secretos.

Mientras se adentraban más en la cueva, un eco resonó de sus risas y, de repente, Florinda y Leo escucharon un murmullo lejano, algo que parecía un canto suave y melódico. “¿Escuchas eso?”, le susurró Leo, y en un tono más bajo, Florinda asintió. “Sigamos el sonido”, dijo Leo, siempre temerario.

Sin saberlo, siguiendo aquel canto encantador, se encontraron frente a un ser mágico que nunca habrían imaginado. Era una pequeña hada llamada Lira, que danzaba en el aire, iluminando el lugar con su resplandor. “¿Quiénes son ustedes, valientes mortales?”, preguntó la hada, sorprendida por la intrusión de dos jóvenes llenos de sueños y curiosidad.

Florinda y Leo, con el corazón latiendo fuertemente, se presentaron y le contaron sobre su búsqueda del tesoro. “No es un tesoro de oro lo que buscan, sino un conocimiento que trasciende más allá de lo material”, les dijo Lira con voz melodiosa. Aquel mensaje resonó en el interior de Florinda, aunque en ese momento no comprendió del todo su significado.

Lira explicó que el verdadero tesoro era un libro antiguo escondido en lo más profundo de la cueva, un libro que contenía la memoria de todas las historias perdidas y olvidadas del mundo. Sin embargo, el libro solo podía ser leído por aquellos que tuvieran la valentía y la pureza de corazón.

“Pueden encontrarlo, pero deben superar tres pruebas”, advirtió la hada. Sin dudar, Florinda y Leo aceptaron, entusiasmados por lo que les esperaba.

La primera prueba fue un laberinto de espejos. Al entrar, se encontraron rodeados de reflejos que distorsionaban su apariencia y sus voces retumbaban en el aire. “Debemos encontrar la salida, pero no dejemos que los espejos nos confundan”, dijo Florinda. Juntos, caminaron por el laberinto, confiando en su intuición y en su amistad. Las risas y las palabras que compartían les guiaron, y al final, encontraron la salida, agotados pero orgullosos de haberlo logrado.

La segunda prueba fue un río serpenteante lleno de aguas oscuras. Sin embargo, una vez más el amor por la aventura les dio fuerzas. “Debemos encontrar un camino para cruzar”, dijo Leo. Se pusieron a buscar y anotaron las piedras que parecían más estables. Tras un momento de silencio, lograron cruzar, saltando de piedra en piedra con precisión, riendo a medida que avanzaban.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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