Cuentos de Aventura

La Tierra de Nuestros Antepasados: Un Canto a la Vida y el Trabajo en la Monteña Ecuatoriana

Lectura para 10 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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En lo profundo de la sierra ecuatoriana, donde las montañas se visten de verde y los ríos cantan al pasar, vivía una comunidad indígena que había cuidado su tierra por generaciones. Allí, la vida se tejía entre las labores diarias, el respeto por la naturaleza y las historias que los mayores contaban al calor del fogón. Cinco amigos inseparables —Tamia, Sisa, Zarahi, Anouk y Killa— eran conocidos por su curiosidad y valentía, siempre listos para descubrir los misterios que guardaba la monteña.

Una mañana, el sol apenas empezaba a acariciar los campos cuando Tamia corrió a despertar a Sisa, su hermana menor, con la noticia que había escuchado de los ancianos la noche anterior. “Sisa, ¿prefieres ayudar en la siembra o acompañarnos a la aventura de este día?”, preguntó Tamia con una sonrisa. Sisa, aunque un poco tímida, decidió que ese día quería aprender la magia que tenían las manos al trabajar la tierra, pero también quería vivir la aventura que sus amigos proponían.

Zarahi, el mayor del grupo, había encontrado un antiguo mapa en la casa de su abuelo, un mapa que hablaba de un lugar sagrado donde los primeros indígenas sembraron las semillas de la vida. Anouk, que era la más sabia y siempre tenía historias para compartir, les contó que el lugar se llamaba “La Puerta de los Espíritus” y que quienes trabajaban la tierra con amor y respeto podían comunicarse con la naturaleza y recibir sus bendiciones. Killa, por otro lado, era el más intrépido y siempre buscaba nuevos desafíos para demostrar su valor.

Con sus mochilas llenas de chicha, pan de yuca y mambe, comenzaron a caminar por senderos antiguos, saltando riachuelos y esquivando ramas. La mañana se convirtió en mediodía y el grupo llegó a una extensa parcela donde el aire parecía diferente, como si contuviera un secreto. Allí, la tierra era negra y húmeda, cubierta de raíces que los abuelos habían enseñado a respetar y a no dañar. Sin embargo, algo extraño llamó la atención de los niños: un árbol enorme, más viejo que cualquier otro que hubieran visto, con sus ramas extendiéndose como brazos protectores.

Anouk explicó que ese era el Ceibo sagrado, un guardián ancestral que cuidaba el bosque y la sabiduría de sus ancestros. Sisa, tímida pero decidida, tocó la corteza y sintió un cosquilleo en las manos, como si la tierra estuviera despertando bajo su piel. “Siento que la tierra quiere decirnos algo”, dijo con ojos brillantes.

De pronto, se escuchó un susurro suave, como un viento que no venía de ninguna parte. Era la voz de los abuelos, o eso parecía, que narraban cómo sus antepasados habían aprendido a cultivar la yuca, el maíz y el cacao, respetando los ciclos de la luna y el sol. En ese instante, Tamia recordó las enseñanzas de su madre sobre la siembra con el “guayusa”, una planta que ayudaba a fortalecer el cuerpo y la mente durante el trabajo duro.

Los niños se arrodillaron y comenzaron a preparar la tierra. Sisa y Tamia levantaron las pequeñas matas, mientras Zarahi trazaba surcos profundos para que el agua llevase vida a las semillas. Killa, con su energía incansable, compartía chistes y canciones que animaban a todos, y Anouk recitaba antiguas oraciones para pedir permiso a la tierra. El sudor mezclado con la alegría y el respeto hizo que el tiempo pareciera detenerse.

Mientras trabajaban, algo inusual pasó: la tierra comenzó a temblar ligeramente y un sendero oculto se abrió entre los arbustos. Los amigos se miraron con asombro y decidieron seguirlo, llenos de curiosidad y con el sentimiento de que esa aventura era algo más que un simple paseo. El camino llevaba hacia una cueva estrecha, donde se decía que vivían espíritus guardianes capaces de proteger las cosechas y enseñar a vivir en armonía con el bosque.

Con cuidado, entraron con sus linternas y vieron pinturas antiguas en las paredes que narraban las historias de sus antepasados. Había dibujos de animales, árboles y rostros sonrientes, como si les dieran la bienvenida. Entonces, una voz dulce y cálida resonó desde dentro, agradeciendo a los niños por amar y cuidar la tierra. Era Kuntur, el espíritu de la montaña, que los felicitaba por valorar las raíces y el trabajo que mantenía viva a la comunidad.

Kuntur les regaló una semilla mágica y les explicó que debía ser plantada en el lugar donde el sol se ponía cada día. Esa semilla, cultivada con amor y dedicación, daría frutos que ayudarían a fortalecer a todos en la comunidad, tanto en cuerpo como en espíritu. Los niños, con una mezcla de sorpresa y felicidad, prometieron cuidar esa semilla con todo su corazón.

De regreso al pueblo, se les unió la abuela Yuyay, quien les donó un cesto de tierra negra y rica para ayudar a plantar la semilla. “Nuestra tierra es una madre cuidadora —les dijo—, ella nos da vida si la respetamos y trabajamos con humildad. Nunca olviden que el trabajo en la monteña es un canto a la vida, una danza con la naturaleza que nos conecta con quienes fuimos y quienes seremos.”

Al día siguiente, Tamia, Sisa, Zarahi, Anouk y Killa organizaron una ceremonia para plantar la semilla mágica en la parcela donde el sol se escondía detrás de las montañas. Todos los vecinos se reunieron para acompañarlos, cantando en quechua y tocando instrumentos ancestrales. Al plantar la semilla, la tierra pareció brillar y el aire se llenó de un aroma dulce que llenó de esperanza sus corazones.

Con el tiempo, la planta creció fuerte y alta, sus frutos eran abundantes y nutritivos, y la comunidad sintió que su trabajo y amor habían sido correspondidos. Tamia y sus amigos aprendieron que la tierra no solo era un lugar para sembrar, sino un vínculo sagrado que unía el pasado con el futuro, un regalo que debía ser protegido.

La historia de la semilla mágica y el ceibo sagrado se convirtió en un cuento que los abuelos contaban a los niños para que nunca olvidaran que cuidar la montaña y su trabajo es cuidar la vida misma. Porque en cada surco, en cada gota de sudor, reside la fuerza de los antepasados y la esperanza de las generaciones que vendrán.

Así, entre risas, aventuras y trabajo duro, Tamia, Sisa, Zarahi, Anouk y Killa descubrieron que la verdadera riqueza está en la tierra que amamos y en la comunidad que construimos con respeto y dedicación. La montaña ecuatoriana les enseñó que el trabajo en la tierra es mucho más que sembrar, es un canto a la vida que debemos cantar todos los días con el alma abierta y el corazón lleno de gratitud.

Y así, la tierra de sus antepasados siguió viva, no solo en el suelo y las plantas, sino en el espíritu de cinco amigos que supieron que cuidar el camino de la tierra es cuidar el camino de sus vidas.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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