Cuentos de Aventura

Un Viaje de Descubrimiento: Del Asfalto al Campo de Sueños

Lectura para 8 años

Tiempo de lectura: 4 minutos

Español

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La familia de Carlos, Irene, Juana y Pedro vivía en el centro de una gran ciudad, llena de ruidos, luces y movimiento constante. Era un domingo por la mañana cuando mamá Irene dijo con una sonrisa: “Hoy vamos a visitar al abuelo José en el campo.” Juana y Pedro, los hijos, se miraron emocionados. Nunca habían estado mucho tiempo en el campo y tenían muchas ganas de descubrir qué era aquello.

Papá Carlos cargó las maletas en el coche mientras mamá terminaba de preparar unos bocadillos. Cuando todos estuvieron listos, se subieron y comenzaron el viaje. Al principio, Juana y Pedro miraban por la ventana con atención, sorprendidos por la cantidad de autos, motos, semáforos y grandes edificios que se veían a su alrededor. En la ciudad, todo parecía tan apurado: camiones de reparto, coches que tocaban bocina, gente caminando rápido.

—¿Por qué hay tantas fábricas en la ciudad? —preguntó Juana, que siempre estaba llena de curiosidad.

Papá Carlos respondió mientras conducía: —Las fábricas producen muchas cosas que usamos todos los días, desde la ropa que llevamos hasta los juguetes que tienes. Por eso están en la ciudad, donde es más fácil enviar esas cosas a las tiendas.

Pedro, que estaba mirando el paisaje del otro lado, señaló hacia una fábrica con humo saliendo de sus chimeneas.

—¿El humo no es malo para el aire? —inquirió con preocupación.

Mamá Irene asintió: —Sí, el humo puede ensuciar el aire, por eso las ciudades tratan de tener reglas para que las fábricas no contaminen demasiado. Y también por eso hoy, cada vez más, se usan energías más limpias.

Mientras el coche avanzaba, empezaron a ver menos edificios altos y más árboles pequeños y algunos parques. Las calles se hicieron más anchas y había menos autos. En lugar de semáforos, ahora usaban señales de tráfico simples y el paisaje comenzó a cambiar. Juana y Pedro notaron que ahora los vehículos que circulaban eran diferentes: menos coches pequeños y más camiones grandes, tractores y máquinas agrícolas.

—¿Por qué ahora hay tantos tractores? —preguntó Juana mientras señalaba por la ventana.

—Porque ya no estamos en la ciudad —dijo papá—. Ahora estamos entrando en el campo, donde la gente cultiva la tierra y cuida animales. Los tractores ayudan a preparar los terrenos para sembrar.

Pedro miraba con asombro un camión que parecía muy grande, con ruedas enormes, y preguntó: —¿Y ese camión qué lleva?

Mamá Irene explicó: —Ese tipo de camiones llevan cosechas o materiales para las granjas. En el campo se producen muchos alimentos que después llegan a la ciudad para que todos los podamos comer.

A medida que el coche avanzaba por una carretera rodeada de campos verdes, Juana y Pedro vieron vacas pastando tranquilamente, gallinas correteando por el pasto y algunas ovejas de lana blanca. También había patos en un pequeño lago, y escucharon a lo lejos el canto de un gallo.

—Mira, papá, ¡una vaca lechera! —exclamó Juana.

—Sí —dijo papá Carlos—. Esa vaca da la leche que beberás en el desayuno. La leche viene de aquí, del campo, y luego se lleva a la ciudad.

—¿Y todas esas gallinas ponen huevos? —preguntó Pedro.

—Exactamente —respondió mamá Irene—. Y los huevos también vienen del campo. Son algunos de los alimentos más frescos que hay.

Los niños no paraban de hacer preguntas y sus padres respondían con paciencia. Miraban con atención todo lo que encontraba en su camino, el campo les parecía un lugar lleno de vida y colores distintos a la ciudad. El cielo se veía más grande y azul, sin los grandes edificios que tapaban la vista.

Cuando empezó a caer la tarde, los tonos del cielo cambiaron. El sol se ocultaba detrás de las colinas y un aire fresco empezó a llenar el automóvil. Juana, que ya casi dormía, abrió los ojos para ver algo maravilloso: el cielo estaba cubierto de miles de estrellas brillantes, más de las que cualquiera había visto en la ciudad.

—¡Mamá, papá, miren! —dijo emocionada—. ¡Se ven un montón de estrellas!

Papá Carlos sonrió y les explicó: —Aquí en el campo no hay luces artificiales que molesten, por eso podemos ver las estrellas con mucha claridad.

—¿Por qué no se ven así en la ciudad? —preguntó Pedro.

Mamá contestó: —En las ciudades hay muchas luces de farolas, edificios y coches, que hacen que el cielo se vea menos oscuro. Por eso las estrellas no brillan tanto.

Pedro se quedó pensando en lo importante que era el silencio del campo para poder disfrutar de esa hermosa vista.

Finalmente, después de un buen rato en el coche, la familia llegó a la casa del abuelo José. La casa quedaba bastante alejada de la carretera, rodeada por grandes árboles que parecían protegerla. Juana y Pedro saltaron del coche y corrieron a saludar a su abuelo, que los recibió con un abrazo caluroso y una sonrisa enorme.

La casa era sencilla, con paredes de madera y un jardín lleno de coloridas flores. A su alrededor, gallinas picoteaban tranquilamente el suelo, mientras vacas pastaban en un prado cercano. Había un corral con ovejas, pavos, patos e incluso cerdos que se entretenían entre la tierra y los árboles.

El abuelo José les llevó a recorrer su pequeña granja. Les mostró cómo recogía los huevos de las gallinas y cómo ordeñaba a su vaca lechera cada mañana. Juana tocó la textura suave de la lana de una oveja, y Pedro se rió con los chanchos jugando en el barro.

—¿No sienten que aquí está muy tranquilo? —les preguntó el abuelo—. A veces es bueno dejar atrás el ruido de la ciudad y disfrutar del silencio, de la naturaleza.

Los niños asintieron. Juana dijo: —Aunque hay menos edificios y coches aquí, me gusta porque hay muchos animales y el aire huele diferente, más fresco.

Pedro añadió: —Sí, y las estrellas se ven tan grandes que parece que las puedo tocar.

Abuela Teresa, que también vivía en la casa vecina, les preparó una merienda con leche fresca, huevos y pan casero. Mientras comían, mamá Irene les contó que muchas de las cosas que compran en la ciudad vienen precisamente de lugares como este.

—Por ejemplo —dijo ella—, la leche, los huevos, la carne y hasta algunas frutas y verduras que compramos en el supermercado, esas todas vienen de granjas en el campo.

Juana y Pedro parecían entender mejor por qué era importante cuidar el campo y la naturaleza, porque sin ellos la ciudad no podría tener todo lo que necesita.

Durante esos días en el campo, aprendieron a levantarse temprano para ayudar al abuelo y a la abuela. Aprendieron que la vida en la granja era distinta, con más trabajo al aire libre, pero también con momentos para jugar, correr y descubrir. No había ruidos de motores todo el tiempo, sino los sonidos de los animales y el viento entre los árboles.

Una tarde, mientras caminaban por un sendero, papá Carlos dijo: —¿Ven niños? La vida en la ciudad y en el campo son diferentes, pero las dos son importantes y necesarias. En la ciudad vivimos, estudiamos y trabajamos, y en el campo se produce lo que necesitamos para vivir. Por eso es bueno conocer y respetar las dos formas.

Juana tomó la mano de su hermano y señaló al horizonte: —Me gusta que ahora sé de dónde vienen muchas cosas. Quiero cuidar el campo para que siga siendo un lugar bonito.

Pedro asintió y agregó: —Y me gusta que aquí podemos ver las estrellas y los animales. Es como un sueño.

El abuelo José los abrazó y dijo con voz tierna: —Siempre recuerden que el mundo es muy grande y bello, con muchas maneras de vivir y aprender. Este viaje fue un descubrimiento para ustedes, pero también para mí, porque cada vez que vienen me llenan el corazón de alegría.

Cuando llegó el momento de regresar a la ciudad, Juana y Pedro miraron una vez más el paisaje del campo, esa tierra llena de vida que les había enseñado tantas cosas. En el coche, mamá y papá respondían las últimas preguntas de los niños, que ya pensaban en su escuela para contarles a sus amigos todas las aventuras que habían tenido.

De regreso, mientras el paisaje cambiaba otra vez y las luces de la ciudad aparecían en la distancia, Juana susurró: —Aunque me gusta la ciudad, el campo tiene una magia que no se puede explicar con palabras.

Pedro se rió y añadió: —Sí, y ahora sé que las dos partes son importantes y que el campo cuida a la ciudad y la ciudad cuida al campo.

Ese viaje no solo había sido para visitar al abuelo José, sino también un viaje de descubrimiento, donde aprendieron que cada lugar tiene su belleza, sus secretos y su valor. La tranquilidad del campo, el aire limpio, los animales y las estrellas les enseñaron a respetar y amar la naturaleza, mientras que la ciudad les recordó la importancia del trabajo, la convivencia y la modernidad.

Al final, llegaron a su casa en la ciudad con el corazón lleno de historias, abrazos y sueños. Sabían que el campo y la ciudad eran dos mundos diferentes que, juntos, hacían del planeta un lugar especial para todos.

Y así, la familia cerró los ojos aquella noche, recordando las estrellas más brillantes que habían visto, las risas del abuelo y el canto del gallo en la mañana, seguros de que siempre habría más aventuras para descubrir, ya sea en el asfalto o en el campo de sueños.

Este viaje les mostró que la vida es diversa y hermosa, y que aprender sobre cada lugar nos ayuda a querer mejor el mundo en que vivimos.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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