Había una vez, hace como dos mil años, tres meses y media hora, en un reino muy lejano de Japón, un lugar lleno de magia y tradición llamado Siu Kiu. Este reino estaba rodeado de montañas cubiertas de nieve y bosques de bambú que susurraban al viento. En medio de esta belleza natural se alzaba un majestuoso palacio imperial, hogar de la familia real, y donde vivía la princesa Sukimuki.
Sukimuki, una joven de 20 años, era conocida en todo el reino no solo por su increíble belleza, sino también por su inteligencia y amabilidad. Era hija única del Emperador y la Emperatriz, y desde pequeña había sido educada en las artes más finas y la ciencia más avanzada de su tiempo. A pesar de su vida de lujo y privilegios, Sukimuki sentía que algo faltaba en su vida. A menudo paseaba sola por los jardines imperiales, donde los cerezos en flor extendían sus ramas cargadas de pétalos rosados, sumida en pensamientos sobre el amor verdadero.
El Emperador, preocupado por la felicidad de su hija, había decidido que era tiempo de que Sukimuki encontrara un esposo. Sin embargo, Sukimuki era una joven de corazón fuerte y deseos propios. No quería casarse con cualquier hombre; solo se uniría en matrimonio con alguien que le ofreciera un regalo especial, uno que demostrara que la comprendía y la amaba verdaderamente.
Un día, mientras paseaba por el jardín imperial, Sukimuki encontró un pequeño estanque rodeado de lotos. Allí se sentó, perdida en sus pensamientos, cuando algo en el agua llamó su atención. Reflejado en la superficie del estanque, vio la figura de un hombre, pero al girarse para mirar, no había nadie allí. Intrigada, decidió visitar ese lugar al día siguiente.
El siguiente día, Sukimuki volvió al estanque, y nuevamente, vio la figura del hombre reflejada en el agua. Esta vez, decidió quedarse más tiempo, esperando que el misterioso hombre se revelara. Pasaron horas, y justo cuando el sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas, un joven samurái apareció. Era alto y fuerte, con una mirada que reflejaba sabiduría y un porte digno de un guerrero.
«Princesa Sukimuki», dijo el samurái con una reverencia profunda, «mi nombre es Takeshi, y he venido desde un reino lejano para ofrecerle mi respeto y un humilde presente.»
Sukimuki lo miró con curiosidad. Takeshi extendió sus manos, y en ellas sostenía un pequeño cofre de madera, delicadamente tallado. Al abrirlo, la princesa encontró un brillante cristal de cuarzo, transparente como el agua de manantial y con un leve resplandor en su interior.
«Este cristal», explicó Takeshi, «proviene de una montaña sagrada. Se dice que contiene el espíritu de la montaña y que solo alguien con un corazón puro puede verlo brillar. He viajado muchas lunas para traértelo, pues creo que eres la única persona digna de recibirlo.»
Sukimuki tomó el cristal entre sus manos y sintió una calidez que se extendió por todo su cuerpo. En ese instante, supo que había encontrado a la persona indicada. El cristal brillaba más intensamente cuando lo sostenía, como si respondiera a su propia energía.
Agradecida, Sukimuki invitó a Takeshi a quedarse en el palacio como su invitado de honor. Durante los días siguientes, los dos pasaron mucho tiempo juntos, caminando por los jardines, conversando sobre sus vidas y compartiendo sus sueños. Takeshi le habló de sus aventuras como samurái, de las batallas que había librado y de los lugares que había visitado. Sukimuki le habló de sus anhelos, de su amor por la naturaleza y de su deseo de encontrar a alguien con quien compartir su vida.
El día de la ceremonia en la ciudad de Siu Kiu finalmente llegó. El emperador había organizado una gran celebración en honor a su hija, donde todos los nobles y aldeanos del reino fueron invitados. El jardín de la ciudad estaba decorado con linternas de papel, y la gente se reunía para ver quién sería el afortunado que conquistaría el corazón de la princesa.
Sukimuki, vestida con un kimono blanco decorado con hilos de oro, se paró en el centro del jardín, junto al Emperador y la Emperatriz. Uno a uno, los pretendientes pasaron frente a ella, presentándole regalos exquisitos: joyas, sedas, y hasta un caballo blanco. Pero ninguno de esos regalos logró tocar el corazón de la princesa.
Finalmente, llegó el turno de Takeshi. Con calma y seguridad, el samurái se adelantó y, frente a toda la multitud, sacó el pequeño cofre de madera que ya había mostrado a la princesa. Lo abrió y mostró el cristal de cuarzo, que ahora brillaba con más intensidad que nunca.
«Este es mi regalo para ti, princesa», dijo Takeshi. «No es un tesoro de gran valor material, pero es un símbolo de mi sinceridad y de mi deseo de compartir mi vida contigo.»
Al escuchar estas palabras, Sukimuki sonrió. Sabía que Takeshi era el hombre con quien quería pasar el resto de su vida. No era la riqueza o el estatus lo que la había conquistado, sino la honestidad y el corazón puro del samurái.
La princesa Sukimuki tomó el cristal de cuarzo y lo levantó ante la multitud, que quedó asombrada por su brillo. «Este es el regalo que he estado esperando», anunció. «Takeshi ha demostrado que su corazón es tan puro como este cristal. Acepto su amor y prometo ser su compañera por el resto de nuestras vidas.»
La multitud estalló en aplausos, y el Emperador, con lágrimas en los ojos, dio su bendición a la unión. En ese momento, el jardín se llenó de una luz cálida, y los cerezos en flor comenzaron a soltar sus pétalos, que flotaban en el aire como una lluvia de flores.
Takeshi y Sukimuki se casaron ese mismo día, en una ceremonia sencilla pero llena de amor y promesas. El cristal de cuarzo se convirtió en un símbolo de su unión, y fue colocado en un lugar de honor en el palacio imperial, donde continuó brillando como un recordatorio de la pureza y la sinceridad del amor verdadero.




La Princesa Sukimuki.