En la antigua y polvorienta ciudad de Copiapó, se contaba una historia que pocos se atrevían a repetir en voz alta. Era una leyenda acerca de un ojo de agua dulce, oculto en las profundidades de una mina olvidada. La mina había sido el escenario de un trágico accidente años atrás, y desde entonces, se decía que en las noches se escuchaban los lamentos de aquellos que habían perdido la vida en el desastre.
Emilio era un chico curioso, con cabello castaño y ojos verdes. Vivía con su abuela Gretta, una anciana sabia de cabellos plateados que siempre tenía una historia para contar. Emilio pasaba sus días explorando los alrededores de la ciudad, imaginando aventuras y descubriendo pequeños tesoros.
Una tarde, mientras jugaba cerca de la vieja mina, Emilio encontró algo inusual. Entre las piedras y el polvo, había una pequeña fuente de agua clara. Emilio se arrodilló para observarla más de cerca y, al hacerlo, vio reflejados en el agua sus propios ojos verdes. El agua era fría y refrescante, y Emilio sintió una extraña sensación de paz al mirarla.
Esa noche, durante la cena, Emilio le contó a su abuela Gretta lo que había encontrado. Gretta lo escuchó con atención, sus ojos sabios brillando a la luz de las velas.
—Emilio, querido —dijo Gretta con una voz suave pero firme—, esa fuente de agua que has encontrado no es un simple manantial. Es el ojo de agua del que se habla en las leyendas de nuestra ciudad. Dicen que guarda los recuerdos de aquellos que perdieron la vida en la mina.
Intrigado y un poco asustado, Emilio decidió que necesitaba saber más. Al día siguiente, buscó a sus amigas Juana y Sofía para contarles lo que había descubierto. Juana era una chica valiente de cabello rizado y negro, siempre dispuesta a enfrentarse a cualquier desafío. Sofía, por otro lado, era pensativa y observadora, con su cabello rubio y sus ojos azules siempre atentos a los detalles.
—Tenemos que investigar —dijo Juana con determinación—. No podemos dejar pasar esto.
Sofía asintió, aunque se notaba que estaba preocupada.
—Pero debemos ser cuidadosos. No sabemos qué más podríamos encontrar en esa mina.
Los tres amigos se prepararon con linternas, cuerdas y mochilas llenas de provisiones. Gretta, a pesar de sus preocupaciones, les dio su bendición y les pidió que tuvieran mucho cuidado. Así, al caer la tarde, se dirigieron hacia la mina.
La entrada de la mina estaba oscura y silenciosa, como si guardara secretos antiguos. Emilio lideró el camino, guiándolos hacia el lugar donde había encontrado el ojo de agua. Al llegar, se quedaron en silencio, escuchando el suave murmullo del agua.
—Escuchad —dijo Emilio en voz baja—. ¿No os parece que el agua susurra algo?
Juana y Sofía inclinaron la cabeza, tratando de captar algún sonido. Fue entonces cuando, en el reflejo del agua, comenzaron a aparecer figuras borrosas. Eran sombras de mineros, trabajando arduamente con sus herramientas. Los tres amigos se quedaron inmóviles, observando con fascinación y miedo.
De repente, uno de los mineros alzó la vista y miró directamente a Emilio. Con una voz apenas audible, dijo:
—Ayúdanos.
Emilio sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Juana apretó su mano y Sofía dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos.
—Tenemos que hacer algo —dijo Emilio, recuperándose del susto—. No podemos dejarlos así.
Decidieron explorar más a fondo la mina, siguiendo las sombras y los susurros que resonaban en el aire. A medida que avanzaban, la oscuridad se volvía más densa y el aire más frío. La mina parecía un laberinto sin fin, cada pasillo llevándolos más lejos de la entrada.
Finalmente, llegaron a una caverna amplia donde encontraron una antigua sala de operaciones. Había documentos esparcidos por el suelo, herramientas oxidadas y cascos rotos. Emilio recogió uno de los papeles y lo leyó en voz alta.
—»Accidente en la mina. Docenas de trabajadores atrapados. Rescate fallido.» —Emilio tragó saliva y miró a sus amigas—. Esto debe ser lo que ocurrió.
Juana encontró un mapa de la mina y lo extendió en el suelo. Sofía lo estudió con detenimiento y señaló un punto.
—Aquí. Este parece ser el lugar donde ocurrió el accidente. Si podemos llegar allí, tal vez encontremos la manera de ayudar a esos espíritus a descansar en paz.
Guiados por el mapa, los tres amigos continuaron su camino. Cuanto más se adentraban en la mina, más intensos se volvían los susurros y lamentos. Emilio sentía como si una fuerza invisible los estuviera guiando, mostrándoles el camino.
Finalmente, llegaron a una caverna profunda, donde encontraron restos de un antiguo derrumbe. Había rocas y escombros por todas partes, pero también encontraron una pequeña abertura. Emilio, siendo el más delgado, se ofreció a pasar primero.
Al otro lado, descubrió una cámara oculta con una enorme roca bloqueando la salida. Emilio llamó a sus amigas, que lo siguieron con cuidado. Dentro de la cámara, encontraron más sombras de mineros, todas mirando hacia la roca.
—Esta es la roca que los atrapó —dijo Emilio—. Si podemos moverla, tal vez liberemos sus almas.
Juana y Sofía asintieron, y juntos empezaron a empujar la roca. Era pesada y difícil de mover, pero no se dieron por vencidos. Con cada empujón, los lamentos se volvían más fuertes, como si los espíritus estuvieran ansiosos por ser liberados.
Finalmente, con un último esfuerzo, lograron mover la roca lo suficiente como para abrir un pasaje. Un viento frío recorrió la caverna, y las sombras comenzaron a desaparecer una por una, dejando un silencio profundo y pacífico.
Emilio, Juana y Sofía se abrazaron, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Sabían que habían hecho lo correcto, pero también sentían el peso de la tragedia que había ocurrido en ese lugar.
Regresaron a la superficie, donde Gretta los esperaba con lágrimas en los ojos. Les contó que, durante su ausencia, había escuchado los susurros de los mineros despidiéndose, agradeciendo la ayuda que finalmente los había liberado.
Desde ese día, el ojo de agua de la mina dejó de susurrar. El agua se volvió cristalina y tranquila, reflejando solo el cielo azul y las estrellas en la noche. Emilio, Juana y Sofía sabían que habían sido parte de algo importante, una historia que nunca olvidarían.
Y así, la leyenda del ojo de agua en Copiapó se transformó de una historia de lamentos a una de liberación y paz. Los habitantes de la ciudad comenzaron a ver la mina no como un lugar de tragedia, sino como un símbolo de esperanza y valentía. Gretta, con su sabiduría, contaba la nueva versión de la leyenda a todos los niños, inspirándolos a ser valientes y a no temer enfrentarse a los misterios del pasado.
Emilio, Juana y Sofía siguieron siendo grandes amigos, siempre listos para nuevas aventuras, pero sabiendo que algunas de las mejores historias están escondidas en los lugares más oscuros, esperando a ser descubiertas y contadas. Y así, con el tiempo, aprendieron que el verdadero valor no reside en no tener miedo, sino en enfrentarlo y hacer lo correcto, sin importar cuán difícil sea el camino.
El fin.
Cuentos cortos que te pueden gustar
La Gran Fiesta de Tamara
Aventuras en el Bosque Encantado
El Ladrón de Managua
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.