Era una vez, en un pequeño pueblo rodeado de colinas y bosques, dos niños muy especiales llamados Mía y Leo. Mía era una niña de cuatro años con cabellos dorados que brillaban como el sol. Tenía unos ojos azules que reflejaban la alegría de descubrir el mundo. Leo, por otro lado, era un niño de cuatro años con el cabello oscuro como el chocolate y ojos marrones llenos de curiosidad. Vivían en casas vecinas y eran los mejores amigos desde que podían recordar.
Después de un verano lleno de juegos, risas y aventuras en el campo, el otoño había llegado. Los árboles cambiaban de color, pintando el paisaje con tonos rojos, naranjas y amarillos. El aire era fresco y olía a hojas caídas. Mía y Leo estaban muy emocionados porque pronto comenzarían la escuela.
El primer día de clases llegó y Mía y Leo se levantaron temprano, llenos de energía y entusiasmo. Mía se puso un vestido azul con un suéter blanco, y Leo se vistió con una chaqueta roja y pantalones marrones. Ambos se colgaron sus pequeñas mochilas, que sus mamás les habían preparado con tanto cariño, llenas de útiles escolares y una merienda deliciosa.
Mientras caminaban juntos hacia la escuela, las hojas crujían bajo sus pies y el sol matutino los bañaba con su luz cálida. Habían tantas cosas nuevas que ver y aprender. Mía miraba a su alrededor, maravillada por el cambio en los colores del paisaje, mientras Leo recogía algunas hojas bonitas para llevar a la escuela.
Al llegar a la escuela, Mía y Leo se tomaron de la mano. La escuela era un edificio antiguo pero acogedor, con grandes ventanas y una puerta de madera. Había un gran jardín al frente, donde muchos niños y niñas jugaban antes de entrar a las aulas. Mía y Leo se unieron a los juegos, haciendo nuevos amigos rápidamente.
Dentro de la escuela, la maestra, la señora Clara, los recibió con una gran sonrisa. La señora Clara era una maestra muy amable y cariñosa, con el cabello canoso y unos lentes redondos que la hacían parecer una sabia abuelita. Les mostró el aula, decorada con dibujos de animales y plantas, y les asignó sus asientos.
Durante el primer día, Mía y Leo aprendieron muchas cosas nuevas. La señora Clara les enseñó canciones sobre las estaciones del año, les mostró cómo contar hasta diez y les leyó un cuento sobre una ardilla que recogía nueces para el invierno. Mía y Leo estaban fascinados y participaban en todas las actividades con gran entusiasmo.
Durante el recreo, Mía y Leo salieron al jardín de la escuela para jugar. Corrieron, saltaron y rieron junto a sus nuevos amigos. Descubrieron un pequeño rincón lleno de hojas caídas donde podían esconderse y jugar a las escondidas. Leo encontró una hoja especialmente bonita, roja y amarilla, y se la regaló a Mía. Ella la guardó con cuidado en su mochila, prometiendo conservarla como recuerdo de su primer día de escuela.
La hora del almuerzo fue otra aventura. Mía y Leo se sentaron juntos en una mesa del comedor y sacaron sus meriendas. Mía tenía un sándwich de queso y una manzana, y Leo tenía galletas y una banana. Compartieron su comida y contaron historias sobre sus veranos. Mía había ido al parque con su familia, mientras que Leo había visitado a sus abuelos en el campo.
Al final del día, la señora Clara reunió a todos los niños y niñas para una actividad especial. Les pidió que dibujaran algo que les hubiera gustado del primer día de clases. Mía dibujó a ella y Leo jugando en el jardín, rodeados de hojas de colores. Leo dibujó a la señora Clara leyendo un cuento, con todos los niños sentados a su alrededor.
Cuando el día escolar terminó, Mía y Leo caminaron de regreso a casa, cansados pero felices. Sus mamás los esperaban en la puerta con grandes abrazos y muchas preguntas sobre su día. Mía y Leo no paraban de hablar sobre todas las cosas emocionantes que habían vivido. La escuela les parecía un lugar maravilloso lleno de descubrimientos y aventuras.
Esa noche, antes de dormir, Mía puso la hoja que Leo le había dado en su mesa de noche, y Leo guardó su dibujo en un lugar especial. Sabían que era solo el comienzo de muchas aventuras juntos en la escuela. Soñaron con nuevos amigos, juegos y aprendizajes, y se durmieron con una sonrisa en los labios.
Así, Mía y Leo comenzaron su viaje escolar, un viaje lleno de colores de otoño, risas y amistad. Y aunque el verano había terminado, sabían que cada día en la escuela sería una nueva aventura que los haría crecer y aprender juntos.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.