Había una vez dos amigos muy especiales llamados Gustavo y Magdalena. Vivían en un pequeño pueblo rodeado de campos llenos de flores y árboles altos que parecían tocar el cielo. A Gustavo le encantaba correr por los campos, saltar sobre las piedras y buscar bichitos debajo de las hojas. Magdalena, por otro lado, disfrutaba de recoger flores de colores y hacer hermosas coronas con ellas.
Un día, al llegar la primavera, el sol brillaba más fuerte que nunca, y el cielo estaba tan azul que parecía pintado. Los dos amigos decidieron salir a jugar en el campo, llevando consigo a Matilde, una conejita muy traviesa que siempre los acompañaba en sus aventuras.
—¡Mira qué bonito está todo, Gustavo! —dijo Magdalena, señalando un árbol lleno de flores rosadas.
—¡Sí! Y mira cuántas mariposas —respondió Gustavo, con los ojos bien abiertos de la emoción.
Matilde, la conejita, saltaba de aquí para allá, feliz de estar al aire libre. Sus orejas largas se movían con cada brinco, y de vez en cuando se detenía para oler una flor o para mirar curiosamente a una mariquita que pasaba volando.
El campo estaba lleno de vida. Las flores de todos los colores: amarillas, rojas, moradas y blancas, bailaban suavemente con el viento. Las mariposas revoloteaban de un lado a otro, mientras los pajaritos cantaban desde las ramas de los árboles. Gustavo y Magdalena no podían estar más felices.
—La primavera es mi estación favorita —dijo Magdalena mientras recogía un ramillete de flores.
—La mía también —respondió Gustavo—. Me gusta el sol y las flores, y sobre todo, me gusta que podemos jugar fuera todos los días.
Los tres amigos siguieron caminando por el campo, explorando cada rincón. Llegaron a un pequeño arroyo de agua cristalina que corría entre las piedras. A Gustavo le encantaba escuchar el sonido del agua al chocar contra las rocas, y a Magdalena le gustaba meter sus pies descalzos en el agua fresca.
—¡El agua está muy fría! —exclamó Magdalena con una risita.
—Sí, pero se siente bien —dijo Gustavo, salpicando un poco de agua hacia Matilde, quien, al sentir las gotas, dio un gran salto hacia atrás.
Mientras seguían caminando, encontraron un árbol muy grande y frondoso, perfecto para descansar a la sombra. Se sentaron bajo el árbol, y Gustavo sacó una bolsita con galletas que había traído para compartir con Magdalena y Matilde.
—Este es el mejor día de todos —dijo Gustavo mientras le daba una galleta a Matilde, quien la tomó entre sus patitas con mucha delicadeza.
—¡Sí, es un día perfecto! —respondió Magdalena, mirando cómo el sol se filtraba entre las hojas del árbol, creando sombras en el suelo.
De repente, algo mágico sucedió. Una suave brisa comenzó a soplar, y con ella, las flores del campo comenzaron a brillar de una manera especial. Gustavo y Magdalena miraron asombrados cómo las mariposas que antes volaban tranquilas ahora formaban una danza en el aire, girando y revoloteando alrededor de ellos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Gustavo, con los ojos bien abiertos.
—No lo sé, pero es hermoso —respondió Magdalena, sin poder apartar la mirada de la maravilla que ocurría frente a ellos.
La conejita Matilde, emocionada, comenzó a saltar alrededor de sus amigos, persiguiendo las mariposas brillantes. Parecía que la primavera tenía un secreto mágico que solo ellos podían descubrir ese día.
La brisa suave continuaba, y los pétalos de las flores volaban por el aire como pequeños trozos de algodón. Todo parecía estar lleno de vida y magia.
—Creo que la primavera es más especial de lo que pensábamos —dijo Gustavo con una gran sonrisa.
—Es como si la naturaleza nos estuviera agradeciendo por disfrutar de ella —agregó Magdalena, mientras tomaba de la mano a su amigo.
Los tres amigos se quedaron ahí, disfrutando de ese momento mágico que solo la primavera les podía ofrecer. El sol seguía brillando, y el campo continuaba llenándose de colores y sonidos, como si la naturaleza estuviera cantando una canción especial para ellos.
Cuando el sol empezó a bajar en el horizonte y el cielo se tornó de un color anaranjado, Gustavo, Magdalena y Matilde decidieron que era hora de regresar a casa. Pero mientras caminaban de vuelta, sabían que ese día siempre lo recordarían como el día en que la primavera les mostró su magia.
Y así, cada vez que llegaba la primavera, Gustavo y Magdalena salían al campo a explorar, con la esperanza de que la magia volviera a aparecer. Aunque no siempre sucedía de la misma manera, ellos sabían que la verdadera magia estaba en disfrutar de los pequeños momentos, como el canto de los pájaros, el brillo del sol y la compañía de los amigos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.