Cuentos Clásicos

La Trampa de las Galletas Mágicas

Lectura para 11 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

Puntuación:

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En un rincón olvidado de la ciudad, donde las calles serpenteaban como los hilos de un viejo tapiz, se erigía una fábrica que, más que una construcción, parecía sacada de un cuento de hadas. Esta era la fábrica de galletas de Orteil, un lugar donde no solo se horneaban galletas, sino que también se cocinaban secretos.

Orteil, un hombre de cincuenta años, de piel oscura y figura rotunda, había fundado la fábrica hace muchos años. Pero Orteil no era un hombre común, ni su fábrica era un negocio ordinario. Traía consigo sombras de una infancia marcada por eventos oscuros que lo habían transformado profundamente. En lugar de buscar consuelo o superación, Orteil había decidido crear un legado muy peculiar con su fábrica de galletas.

Un día, una niña llamada Matilda, con su cabello rubio cortado al ras y una curiosidad que superaba su estatura, se topó con la fábrica mientras exploraba las intrincadas calles de su barrio. Atraída por el dulce aroma que se escapaba por las rendijas de las ventanas, Matilda no pudo resistirse y entró.

—Bienvenida, joven Matilda —dijo Orteil con una voz que mezclaba dulzura con algo indefiniblemente sombrío—. Has entrado al lugar donde los sueños se hornean y los deseos se cubren de chocolate.

Matilda, impresionada por el encanto del lugar, miró alrededor. La fábrica estaba adornada con tuberías que parecían serpientes plateadas, y las máquinas, en lugar de rugir con fuerza, susurraban como si contaran secretos.

—¿Qué clase de galletas hacen aquí? —preguntó Matilda, con los ojos tan abiertos como los platos de postre que colgaban de las paredes.

—Oh, no solo cualquier galleta —respondió Orteil, guiándola por un pasillo adornado con cintas y luces parpadeantes—. Aquí hacemos galletas que pueden hacerte revivir recuerdos, saltar tan alto como las nubes y quizás… sólo quizás, compartir un poco de lo que yo mismo he experimentado.

Lo que Matilda no sabía era que Orteil había diseñado estas galletas no solo para deleitar el paladar, sino para transmitir fragmentos de sus propios traumas de infancia. Creía que compartiendo estos recuerdos oscuros, podría aligerar su propia carga y, de alguna manera retorcida, enseñar a los niños las duras realidades de la vida.

Sin embargo, conforme Matilda probaba cada galleta, una tras otra, comenzó a sentir cómo sus emociones se volvían más intensas y sus pensamientos más sombríos. Cada mordisco le revelaba visiones de una infancia que no era la suya: oscuros rincones de soledad, el eco de risas burlonas, y la fría indiferencia de los adultos.

Asustada, Matilda corrió hacia Orteil, quien la esperaba con una mirada que oscilaba entre la satisfacción y un atisbo de remordimiento.

—¿Qué me has dado a comer? —exclamó la niña, con lágrimas asomándose en sus ojos.

—Mi vida, mi infancia, mis miedos —confesó Orteil, con una voz que se quebraba como las galletas bajo sus pies—. Quería que alguien más supiera, que alguien más entendiera.

Pero al ver el dolor en los ojos de Matilda, algo cambió en Orteil. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón, que parecía haberse endurecido y oscurecido como el chocolate más amargo, sintió una punzada de arrepentimiento.

—Lo siento, pequeña —dijo, agachándose a su altura—. Creí que compartiendo mi dolor, podría hacerlo menos mío, pero ahora veo que solo he replicado mi tristeza en ti.

Matilda, con la inocencia aún intacta pero visiblemente sacudida, miró a Orteil y dijo:

—No tienes que dar tu tristeza a otros para sentirte mejor. Quizás, en lugar de compartir tus traumas, deberías intentar hacer galletas de alegrías y risas, de esos momentos felices que todos merecemos.

Orteil la miró, sorprendido por la sabiduría de una niña que, a pesar de su corta edad, entendía más del corazón humano que él después de sus cincuenta años.

Desde ese día, la fábrica de galletas de Orteil cambió. Bajo la nueva gerencia de ambos, Orteil y Matilda, comenzaron a producir galletas que no solo eran deliciosas, sino que estaban hechas de momentos felices y recuerdos alegres. Las galletas se convirtieron en un medio para compartir la felicidad, no el dolor, y la fábrica, una vez un lugar de sombras, se llenó de risas y colores brillantes.

Y así, Orteil aprendió que la verdadera manera de aliviar su dolor no era esparcirlo, sino transformarlo en algo bueno y puro, algo que, como las galletas dulces, podría endulzar la vida de los demás.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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