Había una vez, en un rincón alejado del mundo, una pequeña granja rodeada de campos verdes y cielos azules. En esta granja vivía un granjero llamado Don Anselmo. Don Anselmo era un hombre bondadoso, siempre cuidando de sus animales y su tierra con dedicación y amor. Entre los animales de la granja, había una burra llamada Margarita. Era una burra grande y fuerte, pero también muy testaruda y, a menudo, algo traviesa.
Margarita no siempre había vivido en la granja de Don Anselmo. Fue un día de tormenta cuando Don Anselmo la encontró, temblando y desnutrida, en el borde de la carretera. Conmovido por su estado, la llevó a su granja y la cuidó hasta que estuvo sana y fuerte. Desde entonces, Margarita se convirtió en parte de la familia de la granja, pero no de la manera que Don Anselmo había esperado.
Margarita, en lugar de estar agradecida por el cuidado y la atención que Don Anselmo le daba, se volvió más y más desobediente con el paso del tiempo. Cuando el granjero necesitaba su ayuda para arar los campos, Margarita se negaba a trabajar. En lugar de caminar recta y obediente, ella tiraba de la cuerda en dirección contraria, hacía caso omiso de las órdenes de Don Anselmo y, a menudo, se echaba a descansar justo en medio del camino, bloqueando cualquier intento de avanzar.
A pesar de su mal comportamiento, Don Anselmo nunca perdió la paciencia con ella. Le hablaba con cariño, le ofrecía las mejores zanahorias y la mantenía en el establo más cálido durante las noches frías. Sin embargo, nada parecía cambiar la actitud de Margarita.
Un día, mientras Don Anselmo trataba de llevar a Margarita al campo para trabajar, la burra decidió que no quería moverse. Tiró con todas sus fuerzas hacia atrás, haciendo que el granjero tropezara y cayera al suelo. Don Anselmo, aunque dolorido, no se enfadó. Simplemente se levantó, sacudió el polvo de su ropa y, con una sonrisa cansada, volvió a intentar convencer a Margarita de que cooperara. Pero Margarita ni siquiera lo miró, estaba más interesada en mordisquear las hierbas a sus pies.
Esa noche, Don Anselmo se sentó en su pequeña mesa de madera y suspiró. «He hecho todo lo que he podido por Margarita», pensó. «Pero parece que no quiere ser parte de esta familia». Aun así, decidió darle una última oportunidad.
Al día siguiente, muy temprano por la mañana, Don Anselmo preparó un delicioso desayuno para Margarita, con las zanahorias más dulces y jugosas que había en la granja. Luego, se acercó a ella con calma y le dijo: «Margarita, hoy tenemos mucho trabajo por hacer. Si me ayudas, al final del día te daré más zanahorias y un establo limpio y cómodo para descansar».
Pero Margarita, como siempre, no prestó atención a sus palabras. Al contrario, cuando Don Anselmo intentó ponerle la rienda, ella sacudió la cabeza con fuerza, haciendo que la cuerda se le escapara de las manos al granjero. Este, con el corazón triste, decidió que tal vez era hora de dejar que Margarita siguiera su camino, si eso era lo que ella realmente deseaba.
Sin embargo, antes de tomar una decisión, Don Anselmo tuvo una idea. Decidió llevar a Margarita a lo más alto de la colina que estaba cerca de la granja. Desde allí se podía ver todo el valle, con los campos de maíz dorado, el río que serpenteaba como una cinta plateada, y las pequeñas casas de los vecinos, todas rodeadas por la naturaleza. Pensó que tal vez, al ver la belleza del lugar donde vivía, Margarita se daría cuenta de lo afortunada que era y cambiaría su actitud.
Al llegar a la cima de la colina, Margarita miró alrededor con indiferencia. No parecía impresionada ni agradecida por el esfuerzo que Don Anselmo había hecho para llevarla hasta allí. Pero entonces, algo inesperado sucedió. Desde lo alto de la colina, Margarita vio a lo lejos otra granja, mucho más pequeña y menos cuidada que la de Don Anselmo. Allí, había un viejo burro trabajando duramente bajo el sol, tirando de un arado que parecía demasiado pesado para él.
Por primera vez, Margarita se quedó quieta y observó. Observó cómo el burro, a pesar de su cansancio, continuaba trabajando sin quejarse, mientras su dueño, un hombre anciano y encorvado, lo animaba con palabras amables. Margarita miró a Don Anselmo, que estaba a su lado, y recordó cómo él siempre la trataba con cariño, a pesar de su mal comportamiento.
En ese momento, Margarita sintió algo nuevo en su corazón. Era una sensación cálida, un reconocimiento de todo lo que Don Anselmo había hecho por ella. Se dio cuenta de que había sido desagradecida y que había tomado por sentado todo lo que tenía en la granja.
De regreso a casa, Margarita caminó junto a Don Anselmo sin resistirse. Esa tarde, cuando llegó el momento de trabajar, Margarita no solo cooperó, sino que se esforzó al máximo, queriendo mostrarle a Don Anselmo que estaba agradecida. El granjero, sorprendido y contento, la recompensó con las zanahorias más grandes que había encontrado.
Desde ese día, Margarita se convirtió en la burra más trabajadora y leal de la granja. Aprendió a apreciar todo lo que tenía y entendió que el cariño y la bondad de Don Anselmo eran más valiosos que cualquier capricho pasajero. Y así, en la pequeña granja rodeada de campos verdes y cielos azules, vivieron felices, con Margarita siempre al lado de Don Anselmo, ayudando en todo lo que podía, recordando que la gratitud y la lealtad eran los mejores regalos que podía ofrecer a quien tanto le había dado.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.