En una pequeña ciudad, rodeada de bosques oscuros y misteriosos, había una casa que todos evitaban. Los niños la llamaban «La Casa de las Sombras». Se decía que estaba maldita y que nadie que entraba en ella volvía a salir igual. Tres amigos, Hugo, Diosdado y Edmundo, eran conocidos por su valentía y curiosidad. Una noche de Halloween, decidieron que era el momento de desentrañar los misterios de la casa.
«¿Estás seguro de esto, Hugo?» preguntó Edmundo, mirando la casa desde la distancia. Hugo, con una linterna en la mano, asintió. «Es ahora o nunca. Nadie ha tenido el coraje de hacerlo, pero nosotros sí. Si descubrimos lo que hay dentro, seremos los héroes de la ciudad.» Diosdado, el más escéptico, suspiró. «De acuerdo, pero si las cosas se ponen feas, salimos corriendo.»
Los tres amigos se acercaron a la entrada de la casa. La puerta, hecha de madera antigua, crujía con el viento. Hugo empujó la puerta lentamente y un chirrido inquietante rompió el silencio de la noche. La linterna iluminó un pasillo polvoriento, con cuadros torcidos y muebles cubiertos por sábanas blancas. «Esto es como en las películas de terror,» murmuró Diosdado.
A medida que avanzaban por la casa, el ambiente se volvía más opresivo. Las sombras parecían moverse, y un escalofrío recorría la espalda de los chicos. «Miren esto,» dijo Edmundo, señalando una puerta entreabierta al final del pasillo. «Parece que hay una luz adentro.»
Se acercaron a la puerta con cautela. Hugo empujó la puerta y encontraron una habitación iluminada por velas. En el centro de la habitación, había una mesa con un tablero de ouija. «¿Quién ha estado aquí?» preguntó Diosdado, sorprendido. Hugo se acercó al tablero y notó que estaba lleno de polvo. «Parece que nadie ha estado aquí en mucho tiempo.»
De repente, una ráfaga de viento apagó las velas y la habitación quedó en completa oscuridad. «¡Encended la linterna!» gritó Edmundo, su voz temblando. Hugo intentó encender la linterna, pero esta no funcionaba. «Está muerta,» dijo con desesperación. «No puede ser.»
Entonces, escucharon un susurro suave, como si alguien estuviera hablando desde las sombras. «Váyanse… váyanse…» Los chicos se miraron con ojos llenos de miedo. «¿Qué fue eso?» preguntó Diosdado, retrocediendo hacia la puerta. Hugo trató de mantener la calma. «Probablemente sea el viento… o algo más.»
Sin embargo, los susurros continuaron, cada vez más fuertes. «Váyanse… antes de que sea tarde…» Edmundo no pudo soportarlo más. «Tenemos que salir de aquí, ahora,» dijo, tirando de los otros dos hacia la puerta. Salieron corriendo de la habitación y se dirigieron de vuelta al pasillo.
Mientras corrían, los susurros los seguían, resonando en las paredes de la casa. Las sombras parecían cobrar vida, alargándose y moviéndose como si intentaran atraparlos. Llegaron a la entrada, pero la puerta que antes estaba abierta, ahora estaba cerrada y no se movía. «¡No puede ser!» exclamó Hugo, empujando la puerta con todas sus fuerzas.
«¡Rápido, busquemos otra salida!» dijo Diosdado, tirando de sus amigos hacia otra dirección. Encontraron una ventana en la sala de estar y, con un esfuerzo desesperado, lograron abrirla. «¡Vamos, salten!» gritó Edmundo, ayudando a los otros a pasar por la ventana.
Una vez fuera, corrieron sin mirar atrás hasta que llegaron a la seguridad de sus casas. Se desplomaron en el suelo, jadeando por el esfuerzo y el miedo. «¿Qué fue eso?» preguntó Diosdado, todavía temblando. «No lo sé,» respondió Hugo. «Pero sea lo que sea, no volvamos nunca más a esa casa.»
Los días siguientes, los tres amigos no podían dejar de pensar en lo que había pasado. Las noches eran inquietas, llenas de pesadillas sobre sombras y susurros. Decidieron investigar más sobre la casa y descubrieron que, hace muchos años, había pertenecido a una familia que había desaparecido misteriosamente.
Se decía que el padre de la familia había practicado magia oscura y que un ritual había salido mal, atrapando a los espíritus en la casa. Los espíritus, incapaces de encontrar paz, vagaban por la casa, advirtiendo a los intrusos que se alejaran.
Los chicos se reunieron para discutir lo que habían descubierto. «Tenemos que hacer algo,» dijo Edmundo. «No podemos dejar que esos espíritus sigan atrapados allí.» Hugo asintió. «Pero necesitamos ayuda. Esto es más grande de lo que podemos manejar solos.»
Buscaron a alguien que pudiera ayudarlos y encontraron a una anciana llamada Doña Mercedes, conocida en la ciudad por sus conocimientos sobre lo sobrenatural. Cuando le contaron su historia, Doña Mercedes los escuchó atentamente. «La Casa de las Sombras,» murmuró. «He oído hablar de ese lugar. Si lo que dicen es cierto, los espíritus están atrapados allí y necesitan ser liberados.»
Doña Mercedes preparó un plan para realizar un ritual que pudiera liberar a los espíritus. «Debemos hacerlo en la noche, cuando el velo entre nuestro mundo y el de los espíritus es más delgado,» explicó. «Y necesitaré su ayuda. Deben ser valientes.»
La noche siguiente, Hugo, Diosdado y Edmundo acompañaron a Doña Mercedes a la casa. Armados con velas, sal y hierbas especiales, entraron en la Casa de las Sombras una vez más. Los susurros comenzaron de inmediato, pero esta vez, los chicos estaban preparados.
Doña Mercedes dibujó un círculo en el suelo con la sal y encendió las velas. «Debemos concentrarnos,» dijo, comenzando a recitar una antigua oración. Los chicos se unieron a ella, sosteniendo las velas y repitiendo las palabras. Las sombras alrededor de ellos parecían agitarse y moverse más rápido.
De repente, una figura apareció en medio del círculo. Era el espíritu del padre de la familia, su rostro lleno de arrepentimiento y dolor. «Lo siento,» susurró. «Nunca quise que esto pasara.» Doña Mercedes continuó con la oración, su voz firme y segura. «Encuentra la paz,» dijo. «Deja este lugar y sigue adelante.»
La figura del padre comenzó a desvanecerse, y con él, los susurros y las sombras. La casa, que había estado llena de una energía opresiva, se sentía más ligera. «Lo hemos logrado,» dijo Hugo con alivio. «Los espíritus están libres.»
Doña Mercedes sonrió y asintió. «Han sido muy valientes. La Casa de las Sombras ya no está maldita.» Los chicos la acompañaron de regreso a la ciudad, sintiendo una mezcla de alivio y orgullo. Habían enfrentado sus miedos y habían ayudado a liberar a los espíritus atrapados.
Desde ese día, la Casa de las Sombras quedó en silencio, sin susurros ni sombras inquietantes. Hugo, Diosdado y Edmundo sabían que habían hecho algo importante y que siempre recordarían la noche en que enfrentaron el terror y salieron victoriosos.
Y así, la leyenda de la Casa de las Sombras se transformó, de una historia de miedo a una de valentía y amistad. Y colorín colorado, este cuento de terror se ha terminado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.