Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y ríos cristalinos, dos buenos amigos llamados Mathías y Celeste. Mathías era un niño con una gran imaginación, siempre lleno de ideas para jugar y explorar. Celeste, por su parte, era una niña dulce y amable, con un corazón generoso. Juntos formaban un equipo perfecto, siempre listos para la aventura.
Una mañana soleada, mientras paseaban por el bosque cercano, Mathías y Celeste notaron algo sorprendente. Un destello de luz brillaba entre los árboles. Intrigados, se acercaron lentamente, preguntándose qué podría ser. De repente, apareció ante ellos un pequeño delfín azul, pero no cualquier delfín: este delfín podía hablar. “Hola, soy Dalia, el delfín mágico del río cristalino. He estado esperando por ustedes”, dijo con una voz melodiosa.
Mathías y Celeste se miraron con sorpresa, sin poder creer lo que veían. “¿Nos estabas esperando? ¿Por qué?”, preguntó Mathías, con curiosidad en sus ojos. “Sí”, respondió Dalia. “El bosque encantado necesita su ayuda. Algo ha hecho que los árboles y flores pierdan su color, y sin la alegría de la amistad, el bosque se está apagando”.
Celeste sintió una punzada en su corazón al escuchar eso. “¡Debemos ayudar!”, exclamó. Mathías asintió con entusiasmo. “¿Cómo podemos hacerlo, Dalia?”. “Para devolver la alegría al bosque, necesitarán encontrar tres cosas muy especiales: una risa, un abrazo y una canción”, explicó el delfín mágico.
Los amigos estaban muy emocionados y decidieron comenzar su aventura de inmediato. Dalia los guió hacia un claro donde un grupo de conejos jugaba y saltaban. “Aquí pueden encontrar la risa”, dijo Dalia. Los conejos eran muy juguetones y cuando Mathías y Celeste se unieron a su juego, pronto empezaron a reírse juntos. Mathías hizo muecas divertidas y Celeste contó chistes alegres. La risa de todos resonó en el aire, y poco a poco, el bosque comenzó a iluminarse con un brillo suave.
“¡Lo logramos! ¡Qué divertido!” gritó Mathías, mientras los conejos hacían piruetas a su alrededor. Pero aún les faltaba mucho por hacer. “Ahora necesitamos un abrazo”, recordó Dalia. “Sigamos buscando”.
Caminando un poco más, encontraron un árbol gigante con ramas que se estiraban hacia el cielo. Al pie del árbol, había un pequeño oso que parecía triste. “¿Qué te pasa, pequeño oso?”, le preguntó Celeste con ternura. “Me siento solo”, respondió el oso. Era un oso perezoso llamado Bruno, que había perdido a sus amigos.
Mathías, movido por la tristeza del oso, decidió acercarse. “No estés triste, Bruno. Queremos jugar contigo. Pero primero, debo darte un abrazo, porque eso siempre hace sentir mejor”, dijo Mathías. Celeste se unió y los tres se abrazaron fuerte. En ese momento, Bruno sonrió por primera vez en días, y su alegría contagió a Mathías y Celeste. El abrazo hizo que el aire alrededor brillara aún más, llenándose de colores vibrantes.
“¡Ya casi lo logramos!” gritó Celeste con alegría. “Solo nos falta una canción”. “Sí, pero ¿dónde encontramos una canción?”, se preguntó Dalia. “¡Yo sé! En el lago encantado siempre hay aves cantando”, sugirió Bruno, satisfecho después de su abrazo.
Emocionados, los amigos se dirigieron hacia el lago. Al llegar, dieron la bienvenida a un grupo de aves de colores. Las aves, al ver a Mathías, Celeste y Bruno, comenzaron a cantar una melodía hermosa que llenó el aire de magia. Mathías y Celeste se unieron a ellas, creando una sinfonía de risas y melodías. También se pusieron a bailar, disfrutando de cada nota que resonaba en el bosque.
Mientras bailaban y cantaban, de repente, algo increíble sucedió. Los árboles y las plantas comenzaron a recuperar su color. Las flores florecieron con una brillantez que no se había visto en mucho tiempo. El bosque, una vez apagado, estaba lleno de vida y alegría. Dalia, con sus ojos brillantes, los observó con orgullo. “¡Lo han conseguido! Han devuelto la alegría al bosque con su amistad, sus risas, abrazos y canciones”.
Mathías, Celeste y Bruno no podían dejar de sonreír. Se dieron cuenta de que todo lo que habían hecho estaba unido por un valioso concepto: la amistad. “Nunca había imaginado que la amistad podía hacer algo tan maravilloso”, dijo Mathías, mirando a sus amigos. “Sí, es un tesoro que debemos cuidar siempre”, añadió Celeste, abrazando a Bruno.
El delfín mágico Dalia se despidió de ellos, dándoles las gracias por su valentía y generosidad. Mathías y Celeste regresaron a su pueblo, llenos de felicidad y con historias increíbles que contar. Desde ese día, se comprometieron a nunca dejar que la tristeza ocupase el lugar de la alegría y a siempre compartir su amistad con los demás.
Cuando regresaron al claro del bosque, se prometieron que cada vez que sintieran que algo estaba apagado, recordarían su aventura mágica y cómo sus corazones llenos de amor y amistad podían resplandecer como el sol. Habían aprendido que, desde un abrazo hasta una canción o una simple risa, cada gesto pequeño podía hacer una gran diferencia.
Y así, Mathías, Celeste y Bruno continuaron viviendo su vida en el pueblo, siempre compartiendo alegría y amistad, mientras el bosque encantado florecía más y más. Porque a veces, en los lugares más sencillos y cotidianos, podían encontrarse las grandes aventuras, llenas de valores y enseñanzas. Al final, lo más importante no era solo el color o la belleza del bosque, sino la amistad que habían cultivado y aprendido a valorar en el camino. Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.