Sofía era una niña de diez años, que cursaba cuarto de primaria en la escuela San Miguel. Tenía una sonrisa que iluminaba el aula y unos ojos llenos de curiosidad, pero también tenía una particularidad que la hacía diferente a muchos de sus compañeros: Sofía tenía una discapacidad auditiva. Desde pequeña, ella usaba un audífono especial que le ayudaba a escuchar mejor, aunque no siempre podía captar todos los sonidos con claridad. A veces, esto la hacía sentir un poco insegura en clase, especialmente cuando el profesor hablaba muy rápido o cuando había mucho ruido.
El Maestro Diego, quien dirigía el grupo de cuarto, era un hombre entusiasta y apasionado por la enseñanza. Le encantaba ver a sus alumnos aprender cosas nuevas, pero al principio, no sabía muy bien cómo ayudar a Sofía. Diego estaba acostumbrado a dar sus clases de la manera tradicional: explicando con la voz, haciendo preguntas y esperando respuestas en voz alta. Sin embargo, se dio cuenta pronto de que Sofía a veces parecía perderse o no respondía, aunque él sabía que estaba prestando atención.
Un día, mientras explicaba una lección sobre los ecosistemas, Diego notó que Sofía no levantaba la mano para participar. Tampoco respondió cuando le habló directamente. Él se sintió un poco frustrado, porque quería asegurarse de que todos aprendieran, pero parecía que ella estaba más callada que antes. Al terminar la clase, decidió acercarse para hablar con ella.
—Sofía —dijo con una sonrisa amable—, ¿te gustaría contarme qué aprendiste hoy sobre el bosque?
Sofía sonrió tímidamente y sacó de su mochila un cuaderno de bocetos. Allí había dibujado árboles, animales y ríos. Diego se inclinó para mirar mejor.
—Veo que comprendes mucho, pero a veces te cuesta participar, ¿verdad? —preguntó con delicadeza.
La niña asintió, colocando sus manos ligeramente sobre sus audífonos.
—Quiero que sepas que estoy aquí para ayudarte. ¿Quieres que busquemos la manera de que la clase sea más fácil para ti?
Sofía volvió a sonreír, sintiéndose por primera vez escuchada de verdad.
Desde ese día, Diego comenzó a investigar y a preguntar a especialistas sobre cómo apoyarla mejor. También, habló con otros maestros de la escuela y con la mamá de Sofía para entender más sobre la discapacidad auditiva. Descubrió que existían muchas estrategias y herramientas que podían hacer que las clases fueran más inclusivas.
Una tarde, Diego invitó a Sofía a que le enseñara algunas señalizaciones básicas en lenguaje de señas. Sofía estaba encantada y con paciencia le mostró cómo hacer el abecedario con las manos, cómo decir “hola”, “gracias”, “maestro” y “amigo”. Para Diego, esa fue una experiencia nueva y divertida, y pronto practicaba con las otras niñas y niños para poder hablar también en señas.
A la semana siguiente, durante una clase de ciencias, Diego escribió en la pizarra las palabras más importantes y las acompañó con dibujos. Además, la maestra de apoyo, Elena, comenzó a asistir un par de días para ayudar a traducir y explicar en lengua de señas lo que Diego decía. Así, Sofía podía seguir las lecciones sin perder ningún detalle.
Poco a poco, la confianza de Sofía creció en el aula. Ya no se sentía aislada ni tímida para hacer preguntas o responder. Los compañeros comenzaron a aprender también algunas señas básicas, y pronto la clase se volvió un lugar donde todos hablaban su lenguaje: el de la inclusión y el respeto.
Un día, el maestro Diego decidió organizar un proyecto especial llamado “La melodía del bosque”. La idea era que los alumnos escucharan los sonidos de la naturaleza, como el canto de los pájaros, el ruido de las hojas o el murmullo del viento. Quería que cada niño identificara qué sonidos le gustaban más y luego, que entre todos crearan una canción o un poema que representara esos sonidos.
Sofía estaba ansiosa por participar, pero también preocupada, porque no podía escuchar bien esos ruidos. Diego la vio pensativa y se acercó a ella.
—¿Quieres contarme cómo te sientes con el proyecto? —preguntó.
Sofía hizo un gesto con las manos, señalando sus audífonos y luego su corazón.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.