Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y llenas de vida, una niña llamada Ana. Ana era muy curiosa y le encantaba explorar los lugares que la rodeaban. Cada día después de la escuela, corría a casa de su abuela Lucía, que vivía en una acogedora casita al final del pueblo. La abuela Lucía siempre tenía historias fascinantes que contar, llenas de valores y enseñanzas que Ana disfrutaba mucho.
Un día, mientras Ana se preparaba para visitar a su abuela, su mamá le dijo: “Hoy es un día especial, Ana. Quiero que prestes mucha atención a lo que la abuela te va a contar”. Ana asintió emocionada, sabiendo que su abuela tenía el don de contar historias que hacían que los corazones se llenaran de luz.
Cuando llegó a la casa de su abuela, encontró a Lucía en su jardín, cuidando de las flores que habían florecido hermosamente. “¡Hola, abuela! ¿Qué historia me contarás hoy?” preguntó Ana, mientras ayudaba a su abuela a recoger algunas hojas secas.
“Hoy te contaré la historia de cómo aprendí a escuchar la voz del cerro”, respondió la abuela Lucía, sonriendo. “Era un día como hoy, hace muchos años, cuando conocí a una criatura muy especial que habitaba en la montaña”.
Ana, con los ojos muy abiertos, se sentó en una pequeña piedra, lista para escuchar. “Había una vez un pequeño pájaro llamado Beto. Beto era un pájaro muy particular porque siempre volaba en círculos, cantando y tratando de llamar la atención de los demás. Pero, desgraciadamente, nadie lo escuchaba. Todos estaban demasiado ocupados con sus propios asuntos: las ardillas buscaban nueces, los ciervos pastaban, y las ranas croaban al borde del arroyo”.
“Una tarde, mientras Beto daba vueltas y vueltas, se sintió muy triste y decidió buscar ayuda. Así que voló hacia la cima del cerro. Allí, vio a un sabio anciano, un búho que parecía estar muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor. Beto se acercó y le dijo: ‘Señor Búho, ¿por qué nadie me escucha? Siempre trato de cantar, pero parece que a nadie le importa lo que tengo que decir’”.
El búho, que había visto muchas cosas en su vida, le respondió: “Querido Beto, quizás el problema no sea que no te escuchen, sino que tú no estás prestando atención a lo que sucede a tu alrededor. Para ser escuchado, primero debes aprender a escuchar”. Ana miró a su abuela, intrigada.
“Entonces, el búho le enseñó a Beto a escuchar el viento, el murmullo de las hojas y el canto de otros animales. Beto se dio cuenta de que había muchas voces a su alrededor que nunca había considerado. Comenzó a practicar la atención plena, escuchando primero el suave canto de una mariposa que volaba cerca y luego el chisporroteo de la brisa entre los árboles. Beto se sintió feliz, porque al escuchar, también comenzó a entender a sus amigos”.
“Un día, mientras ensayaba su canto en un claro, Beto notó que una niña, llamada Ana, estaba paseando cerca de allí. Era una niña amigable y llena de alegría. Beto decidió intentar cantar de nuevo, pero esta vez lo haría con el corazón, con el nuevo entendimiento que había adquirido. Cuando Ana escuchó el canto melodioso del pájaro, se detuvo y se quedó maravillada. ‘¡Qué hermoso canto tienes!’, exclamó la niña”.
“A partir de aquel día, Ana y Beto se hicieron amigos. Cada tarde, ella iba al cerro y se sentaba a escuchar a Beto cantar. Ana aprendió que escuchar con atención no solo le permitía disfrutar de la música del pájaro, sino que también le ayudaba a comprender mejor la naturaleza y a sus amigos. Aunque la niña jugaba y conversaba con otros niños del pueblo, siempre guardaba un momento para escuchar el canto de su amigo”.
“Con el tiempo, Beto se volvió famoso por su melodiosa voz, pero nunca se olvidó de las lecciones que había aprendido. A través de la escucha, no solo encontró la amistad de Ana, sino también la alegría de ser parte de un mundo donde todos podían ser escuchados”, terminó la abuela Lucía con una sonrisa.
Ana estaba tan emocionada que dijo: “¡Eso es maravilloso, abuela! Pero, ¿qué pasó con Beto después?”.
La abuela rió suavemente. “El tiempo pasó y Beto no solo cantó para Ana, sino también para todos los habitantes del pueblo. El pueblo se unió para escuchar y celebrar su canto, y gracias a ello, más personas se dieron cuenta de la importancia de escuchar a los demás. En su canto, Beto les recordaba que todos tenían algo valioso que decir. Y así, el cerro se volvió un lugar donde las voces de todos pudieron ser escuchadas”.
Justo en ese momento, una pequeña niña apareció corriendo por el jardín, era la mejor amiga de Ana, llamada Natalia. “¡Hola, Ana! ¡Hola, abuela! ¿De qué están hablando?”, preguntó con curiosidad.
“Estamos hablando de Beto, el pájaro que aprendió a escuchar y hizo que todos lo escucharan”, explicó Ana emocionada.
“¡Qué genial! Siempre he querido escuchar un canto así. Me gustaría conocer a Beto”, dijo Natalia entusiasmada.
La abuela Lucía sonrió. “¿Sabes? El cerro todavía guarda muchos secretos y voces que esperan ser escuchadas. Quizás podrías escalarlo y ver qué encuentras”.
“¡Sí! ¡Vamos a escalar el cerro!”, exclamó Natalia, brincando de alegría. “¿Podemos, abuela?”.
La abuela se rió y asintió. “Pueden ir, pero recuerden: mientras suben, escuchen atentamente. La naturaleza siempre tiene algo que enseñarnos”.
Ana y Natalia, llenas de emoción, decidieron que al día siguiente irían juntas a la montaña. Esa noche, Ana no podía dejar de pensar en lo que su abuela había contado. “Aprender a escuchar es un verdadero tesoro”, reflexionó antes de dormir.
Al día siguiente, las dos amigas llegaron al cerro temprano por la mañana. El aire era fresco, y el sol comenzaba a asomarse detrás de las montañas. Con cada paso que daban hacia la cima, Ana recordó las instrucciones de la abuela: “escuchar atentamente”.
Mientras subían, comenzaron a notar diversos sonidos. “¡Escucha!”, dijo Ana. “¿Oyes el murmullo de la brisa entre los árboles?”.
“¡Sí! Y también el canto de los pájaros. ¡Es mágico!” respondió Natalia.
Las niñas continuaron su camino, sintiendo que cada sonido era una historia en sí misma. De pronto, se detuvieron en un lugar donde todos los animales parecían reunirse: ardillas pequeñas, ciervos en la distancia, e incluso un pequeño conejo. Cavando un poco la curiosidad, las niñas se sentaron en una piedra grande y empezaron a observar.
De repente, sin que se dieran cuenta, los animales comenzaron a acercarse, y con mucha atención, se quedaron quietos mirando a las niñas. “Este es un momento especial”, dijo Ana, sin atreverse a mover un músculo. “Creo que ellos también quieren ser escuchados”.
Natalia, asintiendo, susurró: “Debemos quedarnos quietas y escucharlos”. Se centraron en los sonidos del cerro. El canto de los pájaros se mezclaba con el suave crujido de las hojas. El viento parecía llevar un mensaje que solo ellas podían comprender.
Después de un rato, un pequeño ciervo se acercó y se quedó mirando a las niñas, como si quisiera contarles algo. Las amigas entonces se dieron cuenta de que el verdadero regalo de ese día no era simplemente buscar a Beto, el pájaro, sino el regalo de escuchar a la naturaleza. Comprendieron que cada ser tiene su propia historia y que necesitan nuestra atención para poder ser escuchados.
Fueron pasando las horas y cuando finalmente decidieron regresar, sentían melancolía pero también satisfacción. Mientras bajaban, se prometieron que nunca olvidarían la lección del cerro. Al llegar a casa, Ana corrió hacia su abuela y le agradeció. “Abuela, ¡hoy aprendí a escuchar de verdad!”, dijo emocionada.
“Me alegra saberlo, Ana. Escuchar es una habilidad muy importante en la vida, porque nos ayuda a comprender a los demás y a enamorarnos del mundo que nos rodea”.
Beto, el pájaro, se posó en una rama cercana, piando suavemente, como si estuviera entendiendo todo lo que Ana y Natalia habían vivido. Las niñas miraron hacia arriba y sonrieron para sí mismas, sabiendo que, a partir de ese momento, siempre tratarían de escuchar antes de hablar.
Desde aquella vez, el cerro se convirtió en un lugar sagrado para ellas, donde siempre podían volver para escuchar la música de la naturaleza y recordar la importancia de ser parte del mundo que las rodeaba. Así, no solo aprendieron a escuchar a los otros, sino que también aprendieron a escucharse a sí mismas y a crecer juntas, en amistad y valores, con cada aventura.
Y esa es la magia del cerro: enseña a quienes están dispuestos a escuchar que cada voz en el mundo tiene una historia que contar, y que cada uno de nosotros puede aprender y crecer a través de la escucha y la empatía.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.