Abuelo Felipe era un hombre muy viejito, aunque él siempre decía que tenía “tropecientos” años, porque para él, contar los años no era tan importante. Lo que realmente importaba era qué podía hacer con ellos, y a pesar de su edad, el abuelo era muy activo, divertido y siempre estaba lleno de vida. Vivía en una casita cerca del río junto a su nieto Lucas, un niño de seis años que adoraba pasar el tiempo con él.
Cada fin de semana, Lucas esperaba con muchas ganas la visita a su abuelo. Lo primero que hacían era preparar sus cañas de pescar y sus cubetas para ir a pescar cangrejos al río. Con paciencia y risas, sentados en la orilla, lanzaban las trampas y esperaban. Abajo, en el agua, se movían pequeños cangrejitos que el abuelo enseñaba a Lucas a reconocer. “Mira, Lucas, estos son como los guardianes del río”, decía mientras señalaba uno que se acercaba sigilosamente.
Después de pescar, los dos caminaban por caminos hermosos, llenos de árboles, mariposas y flores silvestres. Lucas aprendió a reconocer las moras que crecían en la orilla del sendero y juntaba unas cuantas en su mano, mientras el abuelo le contaba historias de cuando era niño. A veces, cuando las moscas se acercaban demasiado y molestas, el abuelo hacía ruidos divertidos y las espantaba con las manos, provocando una carcajada enorme en Lucas. Para terminar el día, cantaban canciones antiguas que Felipe recordaba de su juventud, y que para Lucas eran como mágicos cuentos en melodía.
El abuelo tenía una forma muy especial de ganarse el cariño de todos los que lo conocían. Siempre sonreía y saludaba con un brillo divertido en los ojos, y aunque algunos días parecía que metía la pata, como cuando un vecino lo encontraba haciendo alguna travesura amable, nadie podía enojarse mucho con él. Incluso con el policía del pueblo, Don Ramiro.
Don Ramiro era un hombre grande y muy formal, que siempre andaba en su uniforme impecable, con su gorra bien puesta. Cuando veía al abuelo Felipe haciendo alguna travesura, como ponerle un sombrero gracioso a la estatua del parque o pintar rocas con colores para que los niños las encontraran, salía corriendo y le decía con voz fuerte: “¡Abuelo Felipe, usted no puede hacer eso!” Pero el abuelo, muy tranquilo, le sonreía y respondía con una broma o un guiño, y aunque el policía fruncía el ceño, al final también se reía y lo perdonaba. “Usted tiene tropecientos años, pero es como un niño grande”, decía Don Ramiro antes de irse.
A pesar de toda esa alegría y juego, había momentos en que el abuelo Felipe se sentaba mirando el cielo, con una expresión un poco triste. Lucas se sentaba a su lado y, un poco preocupado, le preguntaba: “Abuelo, ¿por qué a veces te pones triste cuando miras al cielo?” El abuelo lo miraba con ternura, apretaba su mano y le decía: “¿Sabes, Lucas? Las personas que son muy buenas, que quieren mucho a los demás y hacen cosas bonitas, van creciendo unas alas invisibles, como las de los pájaros, pero que nadie puede ver. Esas alas se hacen tan grandes y fuertes que, al final, las personas ya no pueden caminar con ellas porque pesan mucho… y entonces tienen que volar.”
Lucas se sorprendió y preguntó más: “¿Volamos? ¿Y a dónde vamos, abuelo?” Felipe suspiró y le contó: “Yo extraño mucho a la abuela Luisa, tu bisabuela, que ya está volando por el cielo. Ella también tenía alas invisibles, y por eso ahora es libre y feliz allá arriba entre las nubes.”
Lucas escuchaba con los ojos muy abiertos y empezaba a entender que esa tristeza no era tristeza de verdad, sino un recuerdo lleno de amor. El abuelo continuó: “Pero aquí en la tierra, mientras yo pueda caminar, pescar cangrejos contigo, cantar canciones y hacer reír al policía Don Ramiro, mis alas pueden ser un poquito más pequeñas.” Los dos se miraron y sonrieron, porque sabían que el amor sigue vivo, aunque a veces se vea de otra forma.
Un día, después de un paseo junto al río, Lucas le llevó unas moras jugosas al abuelo y le dijo: “Abuelo, ¿quieres que te cuente qué haríamos si pudiéramos volar con esas alas invisibles?” Felipe sonrió con los ojos brillantes y respondió: “Claro, Lucas, dime.” El niño imaginó entonces que volaban juntos por encima de los árboles y las montañas, hasta llegar al cielo donde estaba la abuela Luisa. Juntos, en las nubes, comían pizza –que era la comida favorita del abuelo– y después se deleitaban con un buen postre de manzana, que hacía que todos los sabores fueran tan dulces como su cariño.
Desde entonces, cada vez que el abuelo Felipe miraba al cielo, Lucas no sentía tristeza, sino esperanza y alegría. Sabía que su abuelo no sólo era “viejito”, sino un hombre lleno de vida, bondad y un amor tan grande que había hecho crecer en él unas alas invisibles, listas para volar cuando fuera el momento.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.