En un pequeño y colorido pueblo, había una niña llamada María. María tenía cabello rizado como espirales de caramelo y unos grandes ojos llenos de curiosidad. Pero había algo que María aún no entendía del todo: las emociones que sentía en su corazón.
Cada mañana, María se despertaba con una mezcla de sentimientos. No le gustaba mucho ir a la escuela, ni ponerse las camisetas que mamá y papá le preparaban, ni el desayuno que no siempre era de su agrado. A veces, esas emociones crecían tanto dentro de ella que terminaban explotando en lágrimas y patadas en el suelo.
Mamá y papá siempre estaban apurados en las mañanas, diciéndole que no tenían tiempo para esperar a que se calmara, porque si no, llegarían tarde a la escuela. María, con su pequeño corazón lleno de emociones, solo quería que la entendieran.
Al llegar a la escuela infantil, María se sentía triste al separarse de sus padres. Pero las educadoras, con sus sonrisas y palabras dulces, le daban abrazos y conversaban con ella, ayudándola a tranquilizarse. María empezaba a sentirse mejor y se preparaba para jugar y aprender con sus compañeros.
En la escuela, María disfrutaba de los juegos y las actividades. Le encantaba pintar, construir con bloques y escuchar cuentos. Pero a veces, si un compañero tomaba un juguete que ella quería, esa emoción volvía a crecer dentro de ella y terminaba gritando. Las educadoras le explicaban que gritar no era la mejor manera de expresarse, y que debía compartir y esperar su turno.
En el patio, María era la más feliz. Corría, saltaba y reía con sus amigos. Pero había momentos en que, si alguien quería la misma bicicleta que ella o la empujaba sin querer, María se sentía triste y no sabía cómo expresarlo. A veces empujaba de vuelta, y las educadoras se ponían tristes porque no les gustaba ver a los niños tratarse mal.
Durante la hora de la siesta y el descanso, María se relajaba. Después de un almuerzo preparado con amor por sus padres, descansaba y se sentía tranquila, soñando con mundos de colores y aventuras maravillosas.
Al despertar de la siesta, María se llenaba de alegría, sabiendo que pronto sus padres vendrían a buscarla. Le encantaba el momento en que los veía aparecer en la puerta de la escuela, listos para llevarla a casa.
Por las tardes, en el parque, María jugaba con sus amigos de clase. Corrían, jugaban a la pelota y andaban en bicicleta. María se sentía muy feliz estando con sus amigos, compartiendo risas y juegos.
Pero llegaba la hora de ir a casa, bañarse, cenar y dormir, y a María no le gustaba dejar de jugar. Quería pasar más tiempo con su perrito, sus juguetes y sus amigos. Cuando mamá y papá le decían que era hora de dejar de jugar, María se enfadaba, gritaba y lloraba. No quería hacer lo que sus padres le decían.
Con paciencia y amor, mamá y papá hablaban con María. Le explicaban por qué era importante bañarse, cenar y dormir a su hora. A través de abrazos y palabras cariñosas, María empezaba a comprender y a tranquilizarse. Finalmente, se iba a dormir, comprendiendo que mañana sería otro día lleno de aventuras y emociones.
Reflexión:
Es importante vivir todas las emociones, ya que son parte de nuestra vida diaria. Entenderlas nos ayuda a conocernos mejor y a saber que hay más niños que sienten lo mismo que nosotros. María aprendió que está bien sentirse triste, enojada o feliz, y que lo importante es saber expresar esas emociones de manera saludable y comprensiva.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.