En una pequeña escuela de un tranquilo vecindario, había un grupo de amigos que siempre parecía estar en problemas. Fabricio, Rubén, Kevin, Kimberly y Brenda eran conocidos por ser los más desobedientes de la clase. Siempre llegaban tarde, nunca hacían sus tareas y discutían con sus compañeros de clase, especialmente con las niñas. Era como si las reglas y responsabilidades no importaran para ellos.
Fabricio era el líder del grupo. Siempre estaba buscando maneras de evitar las responsabilidades, convenciendo a los demás de que podían hacer lo mismo. Era carismático y divertido, pero esa actitud despreocupada le estaba trayendo problemas. Rubén, su mejor amigo, lo seguía en todo, aunque a veces se sentía un poco mal por desobedecer. Kevin, el más alto del grupo, siempre tenía excusas para no hacer las tareas. Decía que era «muy aburrido» y prefería pasar el recreo hablando sobre videojuegos. Kimberly y Brenda, aunque eran las más tranquilas, no se llevaban bien con las otras niñas de la clase. Siempre discutían y no sabían cómo resolver sus problemas de manera amable.
Todo parecía ir bien para ellos, o al menos eso creían, hasta que un día las cosas comenzaron a complicarse. Un lunes por la mañana, la maestra les entregó a todos una tarea importante: hacer un proyecto en grupo. Debían trabajar juntos para crear una presentación sobre los valores de la amistad y la responsabilidad. Pero, como era de esperar, ninguno de ellos tomó en serio la tarea.
—¿Amistad y responsabilidad? —se burló Kevin, levantando los hombros—. Eso es aburrido, vamos a hacerlo rápido y ya está.
—Sí, no necesitamos preocuparnos tanto —dijo Fabricio, riéndose—. Podemos improvisar el último día.
Rubén asintió, aunque en el fondo sabía que esto no terminaría bien. Kimberly y Brenda simplemente se encogieron de hombros, sin mostrar mucho interés. A medida que pasaban los días, ninguno de ellos trabajaba en el proyecto. En lugar de eso, seguían con su rutina de juegos, bromas y discusiones. Pensaban que todo se solucionaría al final, como siempre.
Sin embargo, la noche antes de la presentación, todo comenzó a desmoronarse. Fabricio estaba en su casa cuando se dio cuenta de que no habían hecho absolutamente nada. Se puso nervioso, pero trató de convencer a los demás de que podrían hacer todo rápidamente la mañana siguiente.
—Nos encontraremos en la escuela temprano —dijo Fabricio por el grupo de mensajes—. Lo hacemos en 30 minutos y listo.
Pero, cuando llegó el día de la presentación, las cosas no salieron como esperaban. Ninguno de ellos había llegado a tiempo, y cuando finalmente se reunieron, estaban confundidos y nerviosos. El tiempo se agotaba, y la maestra ya les estaba pidiendo que presentaran.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Brenda, preocupada.
—No lo sé —admitió Rubén—. Nunca antes habíamos estado tan mal preparados.
Fabricio, que siempre parecía tener una respuesta, esta vez no tenía nada que decir. Sabía que era su culpa, pero no quería admitirlo frente a sus amigos. Kevin también estaba inquieto, sin su habitual actitud despreocupada. Kimberly, que solía ser muy orgullosa, estaba más avergonzada que nunca.
Finalmente, cuando se pararon frente a la clase, intentaron improvisar, pero fue un desastre. No podían organizarse, se interrumpían unos a otros y todo terminó siendo una mezcla confusa de palabras sin sentido. Los otros compañeros de clase, especialmente las niñas con las que Kimberly y Brenda siempre discutían, no pudieron evitar reírse un poco.
Después de la presentación fallida, la maestra los llamó a su escritorio. Su tono no era enojado, sino decepcionado.
—Chicos —dijo con calma—, lo que pasó hoy no tiene que ver solo con una tarea mal hecha. Se trata de cómo se tratan entre ustedes, de cómo se relacionan con los demás y de cómo manejan sus responsabilidades. La amistad no se trata solo de divertirse, sino también de apoyarse, ayudarse y ser responsables juntos.
Esas palabras hicieron eco en la mente de todos. Se dieron cuenta de que no habían sido buenos amigos ni buenos compañeros de clase. Se miraron unos a otros en silencio, sabiendo que habían fallado, no solo en la tarea, sino también en su actitud.
Esa tarde, después de la escuela, Fabricio llamó a todos a su casa. Tenía algo importante que decir.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.