En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos, vivían dos jóvenes llamados Leo y Leidy. Leo era un chico entusiasta y curioseaba por todos lados, siempre explorando la naturaleza y soñando con aventuras. Leidy, por su parte, tenía una gran pasión por el arte; adoraba pintar y dibujar a los animales y paisajes que la rodeaban. Aunque ambos compartían la misma plaza y los mismos días soleados, jamás se habían cruzado en el camino del corazón.
Un día, mientras Leo recorría el bosque cerca de su casa, encontró una cabaña muy extraña. Estaba hecha de ramas y hojas, como un nido muy grande. Curioso por saber quién podría habitarla, se acercó sigilosamente y de repente… ¡pum! Un pequeño gallo salió de la cabaña, tropezando con sus propias patas. Se trataba de un gallo peculiar; su plumaje era de colores brillantes que parecían pintados a mano. Leo se agachó y comenzó a acariciar al gallo, sintiendo una conexión especial con el animal.
Mientras tanto, en otra parte del bosque, Leidy paseaba con su caballete y su caja de pinturas. Decidió buscar un nuevo lugar inspirador para su próxima obra. Siguiendo el canto de aves y el suave murmullo del río, se encontró con la cabaña del gallo. Al acercarse, notó a Leo, quien estaba absorto en su conversación con el animal. Ella no pudo evitar sonreír ante la escena: un chico con un gallo de colores, parecía sacado de un cuento de hadas.
«¡Hola!» saludó Leidy, con una voz dulce. Leo se sorprendió al ver a la chica que no había notado y, al darse cuenta de que era ella quien estaba hablando, sus mejillas se sonrojaron. Nunca había hablado con una chica así, y más bien se mostraba torpe.
«Hola… eh… ¿Tú vives aquí? ¿Eres amiga del gallo?» preguntó Leo, un poco nervioso.
Leidy se ríe: «No, solo he venido a pintar. Me llamo Leidy.»
«Yo soy Leo», respondió él, aún un poco aturdido. «Me gustan los animales… especialmente este gallo. ¡Mira qué colores tiene!»
Desde ese encuentro, Leo y Leidy comenzaron a verse a menudo. Cada tarde, se encontraban en la cabaña del gallo y pasaban horas hablando sobre sus sueños: Leo quería ser explorador y descubrir nuevos mundos, mientras que Leidy deseaba ser una gran artista y mostrar sus pinturas en la ciudad.
Con el pasar de las semanas, su amistad se fue tornando en algo más hermoso. Comenzaron a compartir secretos, intereses y risas. A menudo se desafiaban en competencias de dibujo o en carreras por el bosque. El gallo se volvió su fiel compañero, siempre al lado, como el guardián de su amistad. Sin embargo, había algo que ninguno de los dos se atrevía a confesar: sentían mariposas en el estómago cada vez que estaban juntos.
Un día, mientras Leidy pintaba el paisaje de un río que serpenteaba entre los árboles, Leo la observó embobado. Estaba tan concentrada que no se dio cuenta de que él la miraba. En ese instante, Leo sintió que el tiempo se detenía. «Debo decirle lo que siento», pensó, pero el miedo lo invadía. ¿Y si no sentía lo mismo?
Leidy, sintiendo una presencia a su lado, giró la cabeza. «¿Qué te pasa, Leo?», preguntó, preocupada.
«Eh… nada, solo te admiro», contestó él, tratando de ocultar su nerviosismo.
El gallo los interrumpió con un fuerte cacareo, rompiendo el silencio casi mágico. «¡Cálmate, Leo! ¡Es solo un gallo!», se dijo a sí mismo. Pero el animal fue más que un simple cómplice; se había convertido en un símbolo de su amistad.
Así continuaron sus días, aunque la tensión entre ellos crecía. Una tarde, mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas, Leo decidió que era el momento. Habían tenido un hermoso día lleno de risas y juegos, y ya no podía ocultar lo que sentía más tiempo. Se sentó junto a Leidy, mirándola con seriedad.
«Leidy… hay algo que necesito decirte», empezó con voz temblorosa. «Te veo cada día y… cada vez que lo hago, mi corazón late más rápido. Me gusta… me gusta mucho pasar tiempo contigo».
Leidy se quedó en silencio, con los ojos abiertos como platos. En su interior, un fuego se encendió de alegría. «¿De verdad, Leo?», preguntó al fin, casi en un susurro.
«Sí, de verdad», respondió él, con una gran sonrisa. «Eres increíble y cada momento a tu lado es especial para mí.»
Leidy sintió que sus mejillas se templaban. «Yo también siento algo especial por ti, Leo. Siempre lo he hecho. Pero no sabía si tú lo sentías».
En ese instante, ambos comprendieron que el amor no siempre es inmediato, que a veces se desarrolla silenciosamente como un hermoso retrato pintado de a poco. No necesitaban más palabras, sus corazones hablaban por sí mismos.
El gallo, que los observaba desde cerca, pareció entender lo que sucedía y con un par de saltos, se acercó a los jóvenes. «¡Quack! ¡Que viva el amor!», pareció decir entre cacareos, como si formara parte de su historia.
Con risas y miradas cómplices, Leo y Leidy comenzaron a soñar juntos, creando un futuro lleno de colores y aventuras. El gallo, su fiel compañero, siempre estaría ahí, testigo de un amor que nació en la amistad y floreció en un jardín de sueños compartidos.
Y así, en aquel pequeño pueblo, Leo y Leidy aprendieron que el amor puede crecer en los rincones más inesperados, y que la verdadera conexión se forja en los momentos sencillos, en las risas, en la complicidad, y en los pequeños encuentros que llenan el corazón de vibrantes colores. Y así, entre risas, sueños y un gallo lleno de vida, vivieron felices, recordando siempre que el amor puede florecer como un bello retrato pintado a mano, lleno de matices y profunda emoción.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.