Cuentos de Amor

El Amor en Silencio

Lectura para 11 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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Ana y Lucía se conocieron en la universidad, en esos días en que la vida parecía avanzar sin demasiados contratiempos. Ana, una joven con una pasión inquebrantable por el arte, y Lucía, con su energía contagiosa, se encontraron en una clase de historia del arte, como si el destino hubiera trazado sus caminos para cruzarse en ese preciso instante.

Desde el principio, sus personalidades encajaron como piezas de un rompecabezas. Ana era introspectiva, tranquila, de pocas palabras pero pensamientos profundos. Le encantaba perderse en su cuaderno de bocetos, dibujando mundos que sólo existían en su imaginación. Su cabello largo y oscuro caía en ondas suaves alrededor de su rostro, y a menudo usaba vestidos ligeros, como si siempre estuviera lista para escapar a algún lugar soñado. Lucía, en cambio, irradiaba una energía vibrante. Su cabello corto y rizado reflejaba su espíritu libre y despreocupado. Le gustaba la música, el cine, la fotografía; era una creativa en todos los sentidos posibles, pero su enfoque siempre era la vida real, los momentos fugaces que capturaba con su cámara, las risas espontáneas, los pequeños detalles que los demás solían pasar por alto.

Al principio, su relación fue de amistad, una conexión inmediata que las llevó a compartir tardes enteras caminando por el campus, hablando de libros, arte y sus sueños para el futuro. Pero a medida que pasaban los días, algo más profundo comenzó a florecer entre ellas, algo que ni Ana ni Lucía estaban seguras de cómo manejar. Era un sentimiento que crecía en silencio, entre miradas prolongadas y sonrisas tímidas, entre los roces casuales de sus manos mientras paseaban o las largas conversaciones que se alargaban hasta la madrugada.

Lucía siempre había sido clara con sus emociones, pero con Ana, se encontraba en un territorio desconocido. Había tenido relaciones antes, pero nunca con alguien que la hiciera sentir tan vulnerable y expuesta. Ana, por otro lado, luchaba por entender lo que sentía. Nunca había pensado que podría enamorarse de una mujer, y aunque no le asustaba la idea, le resultaba extraño el proceso de aceptarlo. Los prejuicios que la sociedad sembraba en su mente la confundían.

Una tarde, mientras ambas paseaban por el parque, se sentaron en su banco favorito, justo frente al lago. Era un lugar que habían hecho suyo, un pequeño refugio donde el mundo exterior parecía detenerse. Las hojas de los árboles se movían suavemente con la brisa, y el sol empezaba a caer, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. Lucía miraba el reflejo de la luz en el agua, y de repente sintió la necesidad de hablar, de abrir su corazón.

—Ana —comenzó, su voz suave pero firme—, creo que tenemos que hablar de lo que está pasando entre nosotras.

Ana la miró de reojo, sus dedos jugando nerviosamente con el borde de su vestido. Sabía que este momento llegaría, pero no se había preparado para ello. No porque no lo quisiera, sino porque el miedo al rechazo, o peor aún, al cambio, la paralizaba.

—Yo también lo he sentido —admitió Ana en un susurro, apenas audible por el sonido del viento—. Pero no sé qué hacer con esto, Lucía. Es… nuevo para mí.

Lucía sonrió, esa sonrisa cálida que siempre lograba calmar a Ana. Puso su mano sobre la de ella, y ambas se quedaron en silencio por un momento, sintiendo la conexión que las unía, un lazo invisible pero fuerte.

—No tenemos que apresurarnos —dijo Lucía—. Solo quiero que sepas que estoy aquí, y que lo que siento por ti es real.

El corazón de Ana latía con fuerza, y una sensación de paz la envolvió. Quizá, pensó, no tenía que tener todas las respuestas de inmediato. Quizá, lo único que importaba en ese momento era que ambas estuvieran juntas, en ese banco, bajo el mismo cielo, compartiendo el mismo sentimiento.

Con el tiempo, su relación evolucionó. Lo que al principio fue incertidumbre, se convirtió en un amor profundo y sincero. Descubrieron que, a pesar de sus diferencias, se complementaban de una manera perfecta. Ana encontraba en Lucía una fuente inagotable de inspiración para sus dibujos, mientras que Lucía se maravillaba con la forma en que Ana podía transformar cualquier emoción en arte. Se apoyaban mutuamente en cada paso, se escuchaban, se entendían sin necesidad de palabras.

Un día, decidieron dar el siguiente paso. Después de varios meses de estar juntas, Lucía invitó a Ana a un pequeño viaje a la costa, un lugar donde solía ir cuando quería escapar del bullicio de la ciudad. Era un rincón escondido, con playas solitarias y acantilados que parecían abrazar el mar. Ana, que nunca había sido una persona de grandes aventuras, aceptó con entusiasmo, intrigada por la promesa de paz que ese lugar ofrecía.

Cuando llegaron, encontraron una pequeña cabaña de madera, rodeada de árboles altos y frondosos. El sonido del mar resonaba en la distancia, y el aroma a sal se mezclaba con el de la tierra húmeda. Pasaron los días explorando los alrededores, paseando descalzas por la arena y nadando en el agua fresca del océano. Por la noche, se sentaban en la terraza, viendo las estrellas, sintiéndose pequeñas ante la inmensidad del universo, pero grandes al mismo tiempo por la intensidad de lo que compartían.

Fue en una de esas noches, bajo un cielo cubierto de estrellas, cuando Ana finalmente dejó caer todas sus barreras. Miró a Lucía, con su cabello rizado iluminado por la luz de la luna, y sintió que no había más dudas en su corazón.

—Te amo —dijo, con una convicción que sorprendió incluso a ella misma.

Lucía la miró, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.

—Yo también te amo —respondió, antes de acercarse a besarla, un beso suave, lleno de promesas y certezas.

El resto del viaje fue un sueño hecho realidad. Ambas sabían que ese amor era único, que lo que tenían no se podía comparar con nada que hubieran experimentado antes. Pero también sabían que la vida fuera de ese pequeño paraíso seguiría, y con ella, los desafíos que aún tendrían que enfrentar juntas.

El regreso a la ciudad fue como despertarse de un sueño dulce. Ana miraba por la ventana del tren, viendo cómo los paisajes de la costa desaparecían lentamente y eran reemplazados por el bullicio de la vida urbana. Sentía una mezcla de emociones. Estaba feliz por todo lo que había compartido con Lucía en esos días, pero también le preocupaba lo que vendría. El amor que tenían era fuerte, pero la realidad del día a día siempre parecía tener una manera de complicarlo todo.

Lucía, a su lado, notó la preocupación en el rostro de Ana. Tomó su mano y la apretó suavemente, como si intentara transmitirle que no importaba lo que sucediera, lo enfrentarían juntas.

—¿Estás bien? —le preguntó Lucía, con una mirada cálida.

Ana sonrió débilmente y asintió, pero había algo en su mirada que mostraba sus dudas.

—Solo estoy pensando en lo que nos espera cuando volvamos —respondió Ana, intentando sonar más tranquila de lo que en realidad estaba—. A veces me preocupa cómo reaccionarán los demás.

Lucía entendió perfectamente lo que quería decir. A pesar de que ellas se amaban sin reservas, sabían que no todos en sus vidas aceptarían su relación de la misma manera. La familia de Ana, en particular, era un tema delicado. Sus padres siempre habían sido tradicionales, y aunque Ana no les había hablado abiertamente sobre su relación con Lucía, intuía que no sería fácil para ellos aceptarlo.

—No tienes que preocuparte por eso ahora —dijo Lucía, tratando de consolarla—. Lo que importa es que tú y yo sabemos lo que sentimos. El resto lo enfrentaremos cuando sea el momento.

Ana asintió, sabiendo que Lucía tenía razón, pero la inquietud persistía en su interior. Durante todo el viaje de vuelta, no podía evitar pensar en las posibles reacciones de su familia, sus amigos, e incluso de la sociedad en general. Sentía que cada paso que daban fuera de ese pequeño refugio era como exponerse a un mundo lleno de juicios y prejuicios.

Al llegar a la ciudad, la rutina volvió a envolverlas. Ambas tenían sus propias responsabilidades: la universidad, el trabajo de medio tiempo de Lucía, y las visitas regulares que Ana hacía a su familia. Aunque intentaban pasar tiempo juntas, sabían que mantener su relación en privado empezaba a desgastarlas. Ana odiaba tener que ocultar lo que sentía por Lucía cada vez que se encontraba con su familia o con amigos que aún no sabían de ellas.

Una noche, mientras cenaban en el pequeño departamento de Lucía, Ana rompió el silencio que había estado pesando sobre ambas durante días.

—No sé cuánto tiempo más puedo seguir así —confesó, con la mirada fija en su plato—. Me siento como si estuviera viviendo dos vidas, una cuando estoy contigo y otra cuando estoy con mi familia.

Lucía suspiró. Sabía que esa conversación llegaría en algún momento, pero no quería presionar a Ana. Ella había sido más abierta con su propia familia; sus padres siempre habían sido más liberales y aceptaban su relación sin cuestionamientos. Pero comprendía lo difícil que era para Ana, que había crecido en un entorno más conservador.

—No tienes que hacerlo sola —le recordó Lucía—. Estoy aquí, y lo que sea que decidas, lo haremos juntas.

Ana levantó la mirada, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No quiero perder a mi familia —dijo, su voz apenas un susurro—, pero tampoco quiero perderte a ti. No sé cómo equilibrar las dos cosas.

Lucía se levantó de la mesa y caminó hacia ella. Se inclinó para abrazarla, y Ana se refugió en sus brazos. Durante un momento, ninguna dijo nada, simplemente se quedaron ahí, sintiendo el calor y la seguridad que su amor les ofrecía.

—Lo que tienes que recordar —dijo Lucía después de un rato— es que no estás eligiendo entre ellos y yo. Estás eligiendo ser fiel a ti misma, y cualquiera que te ame de verdad, te apoyará en eso. No tienes que esconder lo que eres.

Esas palabras resonaron en Ana durante varios días. Se repetía a sí misma que lo importante era ser sincera, que la verdad, aunque dolorosa al principio, siempre sería mejor que vivir con una mentira. Pero aun así, el miedo la atenazaba. Cada vez que pensaba en decirle a sus padres la verdad, sentía un nudo en el estómago.

El momento de la verdad llegó un domingo por la tarde. Ana había ido a la casa de sus padres, como lo hacía habitualmente. Estaban todos sentados en la sala, viendo un programa de televisión, cuando su madre, en un tono casual, le preguntó si estaba saliendo con alguien. Ana sintió que el tiempo se detenía por un instante. Había estado esperando esa pregunta durante semanas, pero cuando finalmente llegó, no supo qué responder de inmediato.

—Sí, mamá —dijo finalmente, con la voz temblorosa.

—¿Y cuándo nos la vas a presentar? —preguntó su madre, sonriendo, claramente pensando que Ana hablaba de una amiga.

Ana respiró hondo. Este era el momento. Si no lo decía ahora, sentía que nunca tendría el valor de hacerlo.

—Se llama Lucía —dijo, su voz temblorosa—. Y es más que una amiga. Ella es mi pareja.

El silencio que siguió a esas palabras fue ensordecedor. Su madre la miró con sorpresa, como si no supiera cómo reaccionar. Su padre, que hasta ese momento había estado distraído con el programa de televisión, apagó la pantalla y se giró hacia ella con el ceño fruncido.

—¿Estás diciendo que… estás saliendo con una mujer? —preguntó su padre, en un tono que mezclaba confusión y desaprobación.

Ana asintió, con el corazón acelerado.

—Sí, papá. Lucía y yo estamos juntas. Nos amamos.

Su madre puso una mano sobre su pecho, claramente conmocionada. No era la reacción que Ana había esperado, pero tampoco la sorprendió del todo. Sabía que esto sería difícil de aceptar para ellos.

Durante los siguientes minutos, la conversación se tornó incómoda. Sus padres le hicieron varias preguntas, tratando de entender lo que Ana les había revelado. Hubo momentos en los que el tono de la conversación subió, pero Ana se mantuvo firme en su decisión de ser honesta. A pesar del miedo que sentía, sabía que tenía que defender su amor por Lucía.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, su madre se levantó y caminó hacia ella. Con lágrimas en los ojos, la abrazó.

—No lo entiendo del todo —dijo, con la voz quebrada—, pero eres mi hija, y siempre te voy a querer.

Su padre, aunque más distante, también se levantó y asintió, como si estuviera aceptando lo que acababa de escuchar.

—Será difícil para mí —dijo—, pero también quiero lo mejor para ti, y si Lucía te hace feliz, eso es lo único que importa.

Ana sintió un alivio inmenso. Sabía que las cosas no serían perfectas de la noche a la mañana, pero ese primer paso había sido dado. Y lo más importante, tenía a Lucía a su lado para enfrentar lo que viniera.

Cuando volvió al departamento esa noche y le contó a Lucía lo sucedido, ambas se abrazaron con fuerza, sabiendo que, aunque el camino no sería fácil, su amor era lo suficientemente fuerte para enfrentarlo todo.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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