Había una vez tres personajes muy especiales: Luna, una mariposa muy hermosa y chiquitita, María, una niña de 6 años y Juan, un niño también de esa misma edad.
María y Juan eran vecinos y amigos inseparables. Uno de sus sitios preferidos para jugar era un gran prado repleto de flores multicolores y distintos animales. Cada mañana, después del desayuno, ambos salían a correr a través de este campo verde y frondoso para vivir geniales aventuras juntos.
Un sol brillante estaba alto en el cielo un día cuando encontraron a Luna. Luna era una mariposa pequeñita cuyas alas brillaban en todos los colores del arco iris cuando atrapaban la luz. Pero Luna estaba herida y no podía volar. María y Juan se sintieron muy tristes y decidieron que debían hacer algo para ayudarla.
María y Juan amaban la naturaleza y los animales, así es que tomaron a la pequeña Luna con mucho cuidado y la llevaron a casa. Allí, María cortó un trocito de tela de uno de sus vestidos y juntas vendaron con cariño el ala herida de Luna.
Todos los días, María y Juan cuidaban de Luna, siempre con una sonrisa y mucho cariño. Le daban agua y flores frescas para comer. La pequeña mariposa pronto empezó a sentirse mejor. Aunque no podía volar, se unía a ellos en sus juegos, viajando por el prado sobre los hombros de María y Juan.
Pero no fue hasta que María y Juan invitaron a Luna a unirse a sus oraciones por las noches que sucedió algo mágico. Oraron a su manera, simple y honesta, pidiendo por la salud de Luna, pero también, para todos los seres vivos y para el bienestar de la Tierra. Fue entonces cuando Luna comenzó a experimentar un cambio en su propia alegría por vivir, empezó a amar la vida aún más y agradeció profundamente a María, a Juan, y a la vida misma.
Un día, mientras todos jugaban en el prado, las vendas de Luna se desprendieron. María y Juan observaban ansiosos, sin saber qué sucedería. Luna, agradecida por su recuperación, miró a María y Juan, y de pronto, con un pequeño aleteo inicial, empezó a volar de nuevo.
Los niños, emocionados, aplaudieron y rieron mientras veían a Luna volar de flor en flor con entusiasmo renovado. Luna, emocionada también, voló a cada uno de ellos, aterrizando en su hombro para darles un pequeño besito antes de desaparecer entre las flores.
Desde aquel día, María y Juan comprendieron el amor supremo que Elena de White mencionaba: amor al prójimo, a la familia, a la naturaleza, a Dios y, sobre todo, a uno mismo. Luna les enseñó que aceptando el amor y cuidado de otros, uno también podía aprender a amarse a sí mismo. Y al dar amor, uno podía ayudar a sanar a otros.
Desde aquel día, cada vez que jugaban por el prado y veían una mariposa, sonreían y la saludaban, esperando que fuera Luna. Pero no era una despedida triste, sino una de alegría y orgullo, sabiendo que habían sanado a su amiga y que ahora volaba libre y segura.
Pasaron los días, pero el recuerdo de Luna seguía vivo en sus corazones. Una tarde, mientras jugaban cerca del río que atravesaba la pradera, María se quedó mirando su reflejo y notó una tristeza en sus ojos que no había estado antes.
Sin decir nada, Juan también miró su reflejo en el agua y vio una soledad que no había reconocido antes. Se miraron uno al otro, cada uno comprendiendo los sentimientos del otro.
Extrañaban a Luna.
Pero no solo a Luna. Extrañaban el sentimiento de cuidar de alguien más, de llevar alegría a su vida y ver su gratitud reflejada en sus acciones. Se dieron cuenta de que, al amar a Luna, también habían aprendido a amarse a sí mismos y estaban deseosos de compartir ese amor con los demás nuevamente.
Por eso, al día siguiente, María y Juan decidieron visitar el orfanato del pueblo. Allí, encontraron a muchos niños que no habían tenido la suerte de conocer el amor y el cuidado que ellos conocían tan bien. María y Juan rápidamente se hicieron amigos de ellos, y con cada sonrisa y risa de alegría que emergía de esos niños, sentían que su amor por ellos se fortalecía.
Y siempre recordaban a Luna. Les contaron a los niños sobre ella, sobre cómo la habían encontrado y cómo la habían curado. Los niños escuchaban con los ojos bien abiertos, admirados e inspirados por la bondad y la fuerza de María y Juan.
Después de escuchar la historia de Luna, los niños del orfanato comenzaron a experimentar un cambio en su forma de ver la vida. Cada uno de ellos comenzó a apreciar la belleza de la naturaleza, el amar y ser amado, y lo más importante, el amor propio. Y así, María y Juan extendieron su amor hasta los confines de su pequeño pueblo, tocando la vida de todos aquellos con los que entraron en contacto.
Y todo esto, al final del día, se lo debían a Luna. Ella fue el catalizador que los llevó a descubrir los diversos aspectos del amor: hacia uno mismo, hacia otros, hacia la naturaleza y hacia la vida misma. Luna no solo significaba la luna en el cielo para María y Juan, también significaba su amor por los demás, su amor por la naturaleza, su amor por ellos mismos.
Por lo tanto, cuando la luna se levantaba en el cielo y enviaba su luz plateada sobre su pequeño pueblo, María, Juan y todos los niños del orfanato, junto con todos aquellos cuyas vidas ellos habían tocado, miraban hacia arriba y enviaban su amor y gratitud hacia Luna, la mariposa que les enseñó lo que era el amor.
Esta historia nos enseña que nuestro amor puede tener diferentes formas y manifestaciones. Puedes amar a las personas, puedes amar la naturaleza, puedes amar a Dios, pero sobre todo, puedes y debes amarte a ti mismo. El amor comienza contigo, y una vez que te amas a ti mismo, puedes fácilmente compartir ese amor con los demás, así como María y Juan lo hicieron.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.