Había una vez, en un tranquilo pueblo rodeado de montañas y campos verdes, tres hermanastras: Elia, Celia y Ana. Aunque compartían un vínculo de sangre, sus vidas no siempre fueron fáciles. Elia y Ana vivían en Italia, mientras que Celia se encontraba en otro país con su madre. Las tres hermanas se querían mucho, pero había algo que siempre las separaba: la distancia. Cada verano, sus padres intentaban organizar reuniones para que pudieran estar juntas, pero siempre había un obstáculo. Para Celia, ese obstáculo era su madre.
Celia, con su cabello rizado y ojos brillantes, deseaba con todo su corazón pasar más tiempo con Elia y Ana. Ellas eran como su refugio, su alegría. A pesar de la distancia, sus recuerdos juntas eran los más felices que tenía. Pero algo triste siempre sucedía: su madre no la dejaba viajar. No importaba cuántos billetes de avión comprara su padre para que ella pudiera ir a Italia a pasar las vacaciones, para celebrar los cumpleaños, bautizos, comuniones o espectáculos. La respuesta siempre era la misma. “No, Celia. No vas”, le decía su madre con una firmeza que la dejaba sin palabras.
A Celia no le gustaba ver a sus hermanas en fotos, disfrutando de las fiestas y celebraciones, mientras ella se quedaba en casa, con el corazón lleno de tristeza. Su madre no solo le prohibía viajar, sino que también hablaba mal de su padre y de sus hermanas. “No necesitas estar con ellos, Celia. Aquí tienes todo lo que necesitas”, le decía siempre, aunque Celia no podía dejar de sentir que algo faltaba en su vida.
Elia y Ana sentían lo mismo. Aunque trataban de animar a Celia a través de cartas y videollamadas, sabían que ella no estaba completamente feliz. Elia, la hermana mayor, siempre trataba de convencer a su madre para que la dejara venir, pero nunca tenía éxito. Ana, la menor, solo quería abrazar a su hermana y decirle cuánto la extrañaba, pero sabía que no podía hacer nada más.
Un día, Celia no pudo soportarlo más. Estaba cansada de escuchar siempre las mismas excusas. Decidió que iba a hacer algo. No podía quedarse en silencio, mirando cómo su vida pasaba mientras su madre le cerraba las puertas. Era hora de ser valiente. Estaba harta de vivir con miedo, de callar lo que sentía para no hacerle daño a su madre.
“¡Quiero estar con mi padre y mis hermanas! ¡Ya basta!”, pensó Celia, con determinación en sus ojos. Ya no iba a permitir que nadie decidiera por ella. En ese momento, sintió una fuerza interior que nunca había experimentado antes. Sabía que no sería fácil, pero si no lo intentaba, nunca sabría si su vida podía cambiar.
Con un nudo en el estómago, Celia decidió hablar. El día que su madre estaba ocupada organizando un evento en la casa, Celia se acercó a ella y, con voz firme, le dijo: “Mamá, ya no quiero que me impidas ver a mi padre y a mis hermanas. Estoy cansada de que me hables mal de ellos. No quiero seguir viviendo así. Quiero pasar las vacaciones con Elia y Ana, quiero estar con ellos, disfrutar de mi vida, estudiar sin sentirme culpable. Ya no voy a callar más. Me voy a Italia.”
Su madre, sorprendida por la actitud de Celia, intentó responder, pero Celia la interrumpió. “No quiero escuchar más excusas. No voy a quedarme aquí cuando mi vida está allá, con mi padre y mis hermanas.”
Celia, con lágrimas en los ojos, abandonó la habitación. Había dejado todo claro, aunque su corazón latía con fuerza. Sabía que lo que había hecho no iba a ser fácil, pero también sabía que era el momento de ser valiente, de hacer lo que sentía que era lo correcto para ella. Durante días, Celia no se sintió completamente en paz, pero algo había cambiado en su interior. Por fin se había escuchado a sí misma.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Celia, a pesar de las discusiones con su madre, no se rindió. Su padre, al enterarse de todo, se mostró muy apoyador. “Celia, si quieres venir a Italia, yo te espero con los brazos abiertos. Siempre has sido mi hija, y siempre lo serás, no importa lo que digan los demás.” Él estaba decidido a hacer todo lo posible para que su hija estuviera con él, aunque fuera en contra de los deseos de su madre.
Después de hablar con un abogado y las autoridades, Celia logró que se hiciera justicia. Por fin, se permitió que viajara a Italia, y ella no podía estar más feliz. En cuanto llegó, Elia y Ana la recibieron con abrazos y sonrisas, como siempre lo habían hecho en sus sueños. Estaba tan emocionada de estar con ellas que no podía dejar de sonreír.
Pero lo más importante fue el cambio que ocurrió en Celia. Al estar con su padre y sus hermanas, comenzó a sentirse más tranquila, más libre. Su corazón ya no estaba lleno de tristeza, sino de alegría. Al fin podía estudiar sin sentirse culpable por estar con su familia. Su rendimiento académico mejoró, hizo nuevos amigos, y se dio cuenta de que nunca más iba a tener miedo de expresar sus sentimientos.
A pesar de que su madre nunca aceptó la decisión de Celia, ella estaba en paz consigo misma. Ya no temía las críticas ni los comentarios negativos. Sabía que el amor de su padre y sus hermanas era todo lo que necesitaba. Aprendió que, a veces, el amor verdadero está en las personas que te apoyan y te permiten ser tú misma, sin restricciones.
Con el paso de los meses, Celia comenzó a adaptarse plenamente a su nueva vida en Italia. Al principio, todo le parecía un sueño, como si no pudiera creer que finalmente estaba allí, con su padre y sus hermanas, disfrutando de cada momento sin tener que mirar atrás. Elia y Ana, sus hermanastras, la recibieron con tanta calidez y cariño que en poco tiempo, Celia se sintió como en casa.
Cada mañana, cuando despertaba, el sonido de los pájaros cantando por las ventanas le recordaba que había tomado la mejor decisión de su vida. El sol brillaba con fuerza, y aunque el cielo italiano tenía un tono diferente al de su país natal, Celia se dio cuenta de que el brillo de su vida ahora era mucho más fuerte que cualquier otra cosa que hubiera sentido antes.
Durante los primeros días, Celia no solo disfrutaba de los paisajes de Italia, sino que también comenzaba a hacer cosas que había dejado de hacer durante tanto tiempo. Caminaba por la ciudad con sus hermanas, explorando cada rincón de su nuevo hogar, y por las tardes, su padre la llevaba al parque, donde se sentaban a charlar sobre cualquier tema, desde las estrellas hasta los últimos avances en ciencia. Su padre siempre había sido su mayor apoyo, y ahora que vivía con él, Celia comprendió cuánto la había extrañado todos esos años.
Pero más allá de los paseos y las tardes en familia, lo que más le sorprendió a Celia fue el cambio que experimentó en su interior. Desde que había llegado a Italia, sentía una paz que jamás había conocido. Sus estudios mejoraron notablemente. En su escuela, sus maestros le daban siempre palabras de aliento, y sus compañeros la aceptaron sin reservas. Se convirtió en una de las estudiantes más aplicadas, ya que se sentía libre para aprender, para expresar sus ideas, y sobre todo, para ser ella misma sin miedo a ser juzgada.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.