Érase una vez una pequeña niña llamada Lucía, que vivía en un colorido y alegre pueblo rodeado de montañas y flores de todos los colores. Lucía era una niña muy curiosa y llena de energía, siempre explorando su entorno con su sonrisa brillante que iluminaba a todos a su alrededor. Tenía una madre que la amaba profundamente y siempre le contaba historias hermosas sobre el amor y la amistad.
Un día, mientras Lucía paseaba por el bosque cercano a su casa, encontró un pequeño pájaro herido en el suelo. El pobre pájaro tenía una ala lastimada y no podía volar. Lucía sintió un gran amor hacia el pequeño animal. Con mucho cuidado, lo recogió y decidió llevarlo a su casa. «No te preocupes, pequeño amigo. Yo te ayudaré», le dijo Lucía mientras lo abrazaba suavemente contra su pecho.
Cuando llegó a casa, Lucía le contó a su madre lo que había encontrado. Su madre, que siempre había enseñado a Lucía sobre la importancia de cuidar y amar a todos los seres vivos, sonrió con ternura. “Querida, creo que podemos ayudar a este pájaro. Vamos a cuidarlo hasta que esté fuerte y pueda volar de nuevo”, le dijo mientras acariciaba el suave plumaje del pajarito.
Así que ese día, Lucía y su madre se dedicaron a cuidar del pequeño pájaro. Le dieron agua, comida y un lugar cálido para descansar. Lucía le puso de nombre “Cielo”, porque siempre soñó con volar tan alto como las nubes. Cada día, Lucía y Cielo se volvieron más amigos. Lucía le contaba historias, y Cielo parecía escucharla con atención, como si entendiera cada palabra. Y aunque no podía volar, siempre encontraba una manera de alegrar el día de Lucía.
Con el tiempo, el ala de Cielo empezó a sanar. Lucía estaba emocionada y cada vez más ansiosa por verlo volar de nuevo. Ella pasaba cada minuto cuidando a Cielo, y ese amor crecía día tras día. Un día, mientras el sol brillaba en todo su esplendor, Lucía decidió que era el momento de probar si Cielo podía volar.
Con el corazón latiendo de emoción, Lucía llevó a Cielo al borde de un hermoso prado lleno de flores. “Aquí es un lugar perfecto para volar, Cielo”, le dijo Lucía mientras lo levantaba con cuidado. Su madre estaba cerca, observando con una sonrisa llena de amor. Lucía se sintió un poco nerviosa, pero decidió sostenerlo en su mano y darle un pequeño empujón hacia el cielo.
Para su sorpresa y alegría, Cielo batió sus alas, primero un poco, y luego con más fuerza. Lucía aplaudió con felicidad mientras veía cómo el pequeño pájaro comenzaba a volar en círculos por encima de ella. “¡Eso es, Cielo! ¡Vuela alto!” gritó Lucía llena de felicidad. Sus ojos brillaban como estrellas, y su corazón latía con emoción.
Sin embargo, en medio de toda esa alegría, Lucía se dio cuenta de que era tiempo de despedirse. Aunque amaba mucho a Cielo, sabía que un pájaro debe volar libremente. Se sentía un poco triste, pero al mismo tiempo, orgullosa de haberlo ayudado. “Siempre recordaré nuestro tiempo juntos”, le dijo Lucía a Cielo, mientras lo animaba a que volara más alto.
Cielo, como si comprendiera, se posó suavemente en su hombro, y le dio un pequeño piar, como diciendo adiós. Luego, dio un gran salto y comenzó a elevarse en el aire, volando cada vez más alto, hasta que se convirtió en un pequeño punto entre las nubes. Lucía no podía contener sus lágrimas, pero eran lágrimas de felicidad. “Gracias, Cielo. Siempre serás mi amigo”, susurró mientras lo veía desaparecer en el cielo azul.
Mientras Lucía regresaba a casa con su madre, se sintió llena de amor. “Mamá, ¿no ves lo bonito que fue ayudar a Cielo? Lo quise mucho, pero también sé que necesita ser libre”, le dijo Lucía. Su madre le sonrió con orgullo y le dijo: “Eso, mi princesa, es lo que significa amar de verdad. A veces, amar significa dejar ir a aquellos que queremos para que puedan ser felices. Y eso es lo más hermoso del amor.”
Lucía entendió que el amor no solo está en los abrazos y en cuidar a los demás, sino también en las despedidas y en los recuerdos. Desde ese día, cada vez que miraba al cielo azul y veía a los pájaros volar, se sentía feliz, porque sabía que había hecho un buen trabajo cuidando a Cielo.
Los días pasaron, y aunque Cielo no regresó, Lucía sentía su presencia en el corazón. Comenzó a contarle a otros niños en el pueblo sobre Cielo y la aventura que tuvieron. Les enseñó a cuidar de los animales y a ser amables unos con otros. A medida que crecía, Lucía se convertía en una niña llena de amor y bondad.
Un día, mientras Lucía jugaba en el prado con sus amigos, un nuevo pajarito se posó cerca. Múltiples colores brillantes adornaban sus plumas. Lucía sonrió al recordar a Cielo. Rápidamente se acercó al pájaro, sintiéndose emocionada. Al igual que antes, sintió ese mismo amor en su corazón. Esta vez, encargándose de cuidar a un nuevo amigo, Lucía supo que el amor es un regalo que nunca se agota.
Y así, en aquel pueblo lleno de risas y vida, el amor de Lucía continuó floreciendo, no solo en los animales que ayudaba, sino también en sus amigos y en su familia. Cada día era una nueva oportunidad para compartir amor y alegría, demostrando que el amor auténtico siempre encuentra su camino. Al final, Lucía aprendió que el amor es como las aves que vuelan: siempre regresa en diferentes formas y colores, llenando nuestros corazones con felicidad.





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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.