Había una vez, en una casita muy acogedora, vivía una niña llamada Mariel con su querida abuelita, a quien cariñosamente llamaba Abue Chinis. Mariel era una niña pequeña con rizos dorados y una sonrisa radiante, mientras que Abue Chinis era una abuelita dulce con el cabello blanco recogido en un moño y siempre llevaba unas gafas redondas.
Mariel amaba pasar tiempo con su abuelita, y había muchas razones por las que la quería tanto. Cada mañana, Abue Chinis le preparaba su desayuno favorito, unas tortitas con miel que olían delicioso. Mariel se sentaba a la mesa, balanceando sus piernas mientras esperaba ansiosa su comida. Abue Chinis siempre le contaba una historia mientras cocinaba, y a Mariel le encantaba escuchar las aventuras de cuando su abuelita era joven.
Después del desayuno, Mariel y Abue Chinis solían salir al jardín. Allí, Abue Chinis le enseñaba a Mariel sobre las flores y los insectos. Mariel aprendía los nombres de las flores como las rosas, las margaritas y los tulipanes. Abue Chinis siempre tenía una manera especial de explicar las cosas, haciendo que cada día en el jardín fuera una nueva aventura.
Una de las cosas que más le gustaba a Mariel era el tiempo que pasaban juntas en la sala de estar. Se sentaban en el sofá, y Abue Chinis sacaba un gran libro de cuentos lleno de ilustraciones coloridas. Mariel se acurrucaba junto a su abuelita mientras ella le leía en voz alta. Las voces de los personajes cobraban vida con la narración de Abue Chinis, y Mariel podía imaginarse a los príncipes, princesas y dragones como si estuvieran allí mismo en la sala.
Mariel también adoraba cómo Abue Chinis siempre sabía cómo hacerla sentir mejor cuando estaba triste o asustada. Una noche, Mariel tuvo una pesadilla y corrió a la habitación de su abuelita. Abue Chinis la abrazó y la tranquilizó con una canción de cuna que su propia madre le cantaba cuando era pequeña. La suave melodía hizo que Mariel se sintiera segura y amada, y pronto se quedó dormida en los brazos de su abuelita.
Otro de los momentos especiales para Mariel era cuando cocinaban juntas. Abue Chinis le enseñaba a Mariel a hacer galletas de chocolate, y la cocina se llenaba de risas y del delicioso aroma del chocolate derritiéndose. Mariel siempre terminaba con harina en la nariz y un gran pedazo de masa en la boca, pero Abue Chinis nunca se enojaba, solo sonreía y decía: «Esas son las mejores galletas porque están hechas con amor».
En las tardes lluviosas, cuando no podían salir a jugar, Mariel y Abue Chinis se quedaban en casa y hacían manualidades. Abue Chinis le enseñaba a hacer figuras de papel, a pintar y a coser pequeños muñecos de trapo. Mariel siempre se sentía muy orgullosa de sus creaciones, y Abue Chinis las colocaba en la repisa para que todos las pudieran ver.
Abue Chinis también le contaba historias sobre la familia, sobre cómo conoció al abuelo de Mariel y sobre los tiempos en que la vida era diferente. Mariel escuchaba con atención, fascinada por las anécdotas de épocas pasadas. Estas historias la hacían sentir conectada con su familia y con su historia.
Cuando llegaba la hora de dormir, Abue Chinis siempre estaba allí para arropar a Mariel. Le daba un beso en la frente y le deseaba dulces sueños. Mariel se quedaba mirando las estrellas que brillaban a través de la ventana, sintiéndose amada y segura gracias a su abuelita.
A lo largo de los años, Mariel creció, pero su amor por Abue Chinis solo se hizo más fuerte. Aprendió muchas cosas de su abuelita, pero lo más importante fue aprender el valor del amor y la bondad. Sabía que su abuelita siempre estaría allí para ella, con su sonrisa cálida y su abrazo reconfortante.
Un día, mientras estaban sentadas juntas en el jardín, Mariel miró a su abuelita y le dijo: «Abue Chinis, hay muchas razones por las que te quiero. Me haces sentir feliz, me enseñas cosas nuevas cada día y siempre sabes cómo hacerme sonreír. Eres la mejor abuelita del mundo».
Abue Chinis sonrió, sus ojos llenos de amor, y respondió: «Y yo te quiero a ti, Mariel. Cada día contigo es un regalo, y estoy muy orgullosa de la persona en la que te estás convirtiendo».
Así, Mariel y Abue Chinis siguieron compartiendo momentos inolvidables, construyendo recuerdos llenos de amor y ternura. Mariel sabía que no importaba lo que pasara en la vida, siempre tendría a su abuelita para guiarla y apoyarla. Y así, en la pequeña casita acogedora, el amor entre Mariel y Abue Chinis continuó creciendo, iluminando cada rincón de sus vidas.
Conclusión:
Mariel quería a su abuelita por todas las cosas especiales que hacían juntas, por la manera en que la cuidaba y por todo el amor que compartían. Abue Chinis era más que una abuelita; era una amiga, una maestra y una fuente inagotable de amor y sabiduría. Y eso era algo que Mariel siempre atesoraría en su corazón.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.