En el corazón de un animado parque urbano, rodeado por árboles centenarios y senderos serpenteantes, cinco amigos disfrutaban de un día soleado lleno de risas y juegos. Cami, una niña de cabellos castaños y ojos brillantes, había organizado este encuentro con la esperanza de que fuera un día inolvidable, y ciertamente lo estaba consiguiendo.
Cris, su hermano menor, siempre entusiasta y lleno de energía, corría de un lado a otro persiguiendo una colorida cometa que se elevaba alto en el cielo, tirando de él como si quisiera llevarlo en un viaje por las nubes. Luciana, la mejor amiga de Cami, observaba a Cris con una sonrisa, disfrutando del espíritu libre del muchacho. Luciana era la más tranquila del grupo, siempre con un libro en mano, pero aquel día había dejado sus lecturas en casa para sumergirse completamente en la aventura del parque.
León, un chico rubio con rizos que caían sobre sus ojos azules, intentaba enseñar a Guadalupe, la prima de Cami, cómo hacer malabares con unas pequeñas pelotas coloridas. Guadalupe, de cabellos rojizos y pecas que salpicaban su rostro, reía cada vez que las pelotas caían al suelo en un revoltijo desordenado.
La relación entre ellos era un tejido de complicidad y cariño, forjada en incontables tardes de juegos y secretos compartidos. Pero ese día, algo especial estaba a punto de suceder, algo que cambiaría sus vidas para siempre.
Mientras reían y jugaban, una anciana se acercó a ellos, apoyada en un bastón tallado con extrañas figuras. Su cabello blanco estaba recogido en un moño desordenado, y sus ojos brillaban con una luz misteriosa. Los niños, curiosos, se acercaron a ella.
«Buenas tardes, jóvenes aventureros,» dijo la anciana con una voz que parecía cantar una vieja melodía. «Me pregunto si serían tan amables de ayudarme. He perdido algo muy querido para mí en este parque y creo que ustedes podrían ayudarme a encontrarlo.»
Intrigados y siempre dispuestos a ayudar, los cinco amigos aceptaron sin dudar. La anciana les explicó que había perdido un pequeño medallón dorado, un objeto que había pertenecido a su familia durante generaciones. Según ella, el medallón tenía el poder de conceder deseos a quien lo poseyera con un corazón puro.
Guiados por la anciana, comenzaron la búsqueda, mirando detrás de cada arbusto, bajo cada banco, explorando cada rincón del parque. Mientras buscaban, Luciana notó que León miraba a Cami de una manera que nunca antes había visto. Sus ojos no solo reflejaban la luz del sol, sino también un brillo especial, como si en ese momento hubiera descubierto algo maravilloso.
La búsqueda los llevó hasta el lago del parque, donde la luz del atardecer hacía brillar el agua con tonos de oro y fuego. Fue allí donde Cris, agachándose entre unos juncos, gritó con emoción al encontrar el medallón perdido. La anciana, al verlo, sonrió con una gratitud que parecía iluminar todo su ser.
«Gracias, queridos niños,» dijo, tomando el medallón en sus manos temblorosas. «Ahora, como prometí, cada uno de ustedes puede hacer un deseo. Pero recuerden, debe ser un deseo puro, un deseo que hable de lo que realmente guardan en sus corazones.»
Uno a uno, los niños cerraron sus ojos y pidieron sus deseos en silencio. Luciana deseó más tiempo para leer y aprender; Cris, aventuras sin fin; Guadalupe, la habilidad de hacer reír a la gente; y Cami, que la amistad entre ellos nunca se rompiera. Cuando llegó el turno de León, sus ojos se encontraron con los de Cami, y sin decir una palabra, ambos supieron que su deseo había sido el mismo: que el naciente amor que sentían el uno por el otro creciera y floreciera con el tiempo.
La anciana les agradeció una vez más y, como si fuera parte de un cuento de hadas, se alejó lentamente, desapareciendo entre las sombras que la tarde comenzaba a tejer. Los niños, maravillados y un poco atónitos, se quedaron mirando el lugar donde la anciana había estado, preguntándose si todo habría sido un sueño.
Pero no, allí estaba el medallón, brillando suavemente en la mano de Cris, y en sus corazones, la certeza de que algo mágico había pasado. Mientras el sol se ponía, dejando un cielo teñido de rosa y violeta, los cinco amigos se prometieron guardar ese día en su memoria para siempre, como el día en que todo fue posible.
Y así, con promesas de futuras aventuras y corazones llenos de nuevos sueños, terminaron su día mágico en el parque, sabiendo que la magia, a veces, se encuentra en los lugares más inesperados y en los momentos más simples. Con cada paso que daban de regreso a casa, sus risas se mezclaban con el viento, llevando consigo la promesa de días igual de maravillosos que esperaban justo al doblar de cada esquina.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.