En un rincón vibrante de la selva, donde los árboles se alzaban altos y las flores brillaban con mil colores, vivía un colibrí pequeño pero lleno de energía. Era rápido, sus alas batían tan rápido que apenas se le veía en vuelo. Su nombre era Colibrí, y aunque era diminuto comparado con otras aves, él sabía que su tamaño no lo definía. A pesar de ser tan ligero como una pluma, podía volar más rápido que cualquier otra ave, y eso lo llenaba de orgullo.
Un día, mientras el Colibrí buscaba néctar en las flores, se encontró con un loro llamado Rundo. Rundo era mucho más grande, con plumas de colores vibrantes que iban desde el verde esmeralda hasta el rojo más intenso. Era el loro más orgulloso de la selva, y no tardó en hacer notar su presencia.
«¡Mira a este pajarito tan débil!», exclamó Rundo, riendo. «¡Es tan pequeño que parece que el viento podría llevárselo!»
El Colibrí, sorprendido por la actitud de Rundo, se detuvo en el aire y lo miró. «No soy débil», dijo con firmeza. «Puedo volar más rápido que tú y puedo llegar a lugares donde tú no podrías ni siquiera entrar.»
Rundo soltó una carcajada. «¡Por favor! Los loros somos las aves más extraordinarias de la selva. Nuestras plumas son las más hermosas, nuestras voces las más fuertes, y podemos volar largas distancias sin cansarnos. Tú solo eres un pajarito insignificante que no vale la pena.»
El Colibrí, aunque dolido por las palabras de Rundo, decidió no responder. Sabía que discutir no llevaría a nada, así que se alejó en silencio. Sin embargo, las palabras de Rundo seguían resonando en su mente. ¿Realmente era tan insignificante como el loro decía?
Rundo, satisfecho por haber demostrado su «superioridad», voló de regreso a su nido, donde lo esperaba su padre. El padre de Rundo era un loro anciano, con plumas que habían perdido algo de su brillo, pero con una sabiduría que había acumulado durante muchos años.
«Rundo», dijo su padre al verlo llegar, «pareces muy contento. ¿Qué ha ocurrido hoy?»
«He hecho que un pequeño colibrí sepa su lugar», respondió Rundo con una sonrisa arrogante. «Es tan débil y pequeño que no sé cómo se atreve a volar entre nosotros, las aves más poderosas de la selva.»
El padre de Rundo lo miró con severidad. «Hijo, parece que no entiendes lo que realmente importa en el mundo de las aves. El tamaño y la apariencia no lo son todo.»
Rundo frunció el ceño. «¿Cómo puedes decir eso? Nosotros los loros somos las aves más imponentes. Nadie puede compararse con nosotros.»
El padre suspiró y se acomodó en la rama del árbol. «Rundo, déjame contarte algo. El colibrí, ese pequeño pajarito que has despreciado, es en realidad una de las criaturas más increíbles que existen. A pesar de su tamaño, su corazón late más rápido que el de cualquier otra ave, lo que le da una energía inigualable. Puede batir sus alas a una velocidad que tú ni siquiera puedes imaginar, lo que le permite flotar en el aire como ninguna otra criatura. Además, tiene la capacidad de volar hacia atrás, algo que ningún loro puede hacer.»
Rundo se quedó callado, asimilando las palabras de su padre. Nunca había pensado en el colibrí de esa manera.
«Y eso no es todo», continuó su padre. «El colibrí es esencial para la selva. Mientras tú te dedicas a presumir tus plumas, el colibrí poliniza las flores, ayudando a que el ecosistema siga funcionando. Sin ellos, muchas de las flores que ves a tu alrededor no existirían. Así que antes de menospreciar a otros por su tamaño, debes aprender a apreciar lo que cada criatura aporta al mundo.»
Rundo bajó la cabeza, avergonzado. Había estado tan centrado en su propia grandeza que no había visto lo valioso que era el colibrí. «No sabía eso, padre», dijo en voz baja.
«Ahora lo sabes», respondió el padre. «El verdadero valor de un ser no se mide por su tamaño ni por su apariencia, sino por lo que aporta al mundo.»
Al día siguiente, Rundo voló por la selva buscando al Colibrí. Cuando lo encontró, el pequeño pajarito estaba ocupado recolectando néctar, ajeno a todo lo que le rodeaba.
«Colibrí», dijo Rundo suavemente.
El Colibrí se giró, sorprendido de que el loro lo llamara de manera tan amable. «¿Qué quieres, Rundo?», preguntó con cautela.
«He venido a disculparme», dijo Rundo, bajando la mirada. «Fui un tonto al menospreciarte. No entendía lo especial que eres ni lo importante que eres para la selva. Mi padre me enseñó una lección valiosa, y quiero que sepas que te respeto.»
El Colibrí, aunque aún sorprendido, sonrió. «Todos cometemos errores, Rundo. Lo importante es aprender de ellos.»
Rundo asintió, aliviado de que el Colibrí aceptara su disculpa. «Me gustaría ser tu amigo, si me lo permites.»
«Claro que sí», respondió el Colibrí, batiendo sus alas alegremente. «Siempre hay lugar para un nuevo amigo en mi vida.»
Desde ese día, el Colibrí y Rundo se convirtieron en grandes amigos. A menudo volaban juntos por la selva, admirando las maravillas que les rodeaban. Rundo, que antes solo veía la grandeza en su propia especie, ahora comprendía que cada criatura, grande o pequeña, tenía un lugar especial en el mundo. Y así, aprendió una lección que llevaría consigo para siempre: el verdadero valor no reside en el tamaño o la fuerza, sino en el corazón y en las acciones que tomamos para mejorar el mundo que nos rodea.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.