Cuentos de Animales

Marisa y el Huevo Misterioso

Lectura para 11 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

Puntuación:

5
(2)
 

Compartir en WhatsApp Compartir en Telegram Compartir en Facebook Compartir en Twitter Compartir por correo electrónico
5
(2)

Había una vez, en las profundidades de un hermoso bosque lleno de vida y color, una niña llamada Marisa. Marisa tenía 6 años y vivía en una casa acogedora junto a sus padres. Desde pequeña, Marisa había sentido una conexión especial con la naturaleza. Pasaba sus días explorando cada rincón del bosque, acompañada por el canto de los pájaros y el susurro de las hojas movidas por el viento. A Marisa le encantaba todo lo que el bosque le ofrecía: el aroma de las flores, los colores vibrantes de las mariposas y, sobre todo, los animales que se cruzaban en su camino.

Una mañana soleada, mientras caminaba por uno de sus senderos favoritos, Marisa encontró algo muy extraño. Entre unos arbustos, justo al lado del río que tanto le gustaba visitar, había un huevo. Pero no era un huevo común. Era grande, más grande de lo que había visto antes, y de un color blanco brillante. Marisa se acercó lentamente, con los ojos llenos de curiosidad.

—¿Qué haces aquí, pequeño huevo? —murmuró para sí misma.

Marisa miró a su alrededor, esperando encontrar algún animal que pudiera haberlo dejado allí, pero el bosque estaba en silencio. Parecía que el huevo estaba completamente abandonado. Sin pensarlo dos veces, decidió llevárselo a casa. Lo sostuvo con mucho cuidado, asegurándose de no dañarlo.

Cuando llegó a su casa, sus padres la saludaron con una sonrisa, como siempre.

—Mamá, papá, miren lo que encontré en el bosque —dijo Marisa, mostrando el huevo con orgullo.

—¡Qué curioso! —dijo su madre—. Pero no sabemos qué tipo de animal es. Tendrás que cuidarlo bien.

—¡Yo lo cuidaré! —exclamó Marisa con emoción—. No dejaré que nada malo le pase.

Y así fue. Durante días, Marisa cuidó del huevo con mucho amor y dedicación. Lo mantenía caliente, le hablaba con dulzura y le cantaba canciones mientras lo observaba con la esperanza de que pronto se abriera. Pasó una semana, y una tarde, cuando Marisa estaba a punto de salir a jugar, escuchó un leve crujido. El huevo se estaba moviendo.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡El huevo está eclosionando! —gritó emocionada.

Sus padres se acercaron, y juntos observaron cómo, lentamente, el huevo comenzaba a romperse. Primero apareció una pequeña grieta, luego otra, y finalmente, el cascarón se abrió por completo. Dentro había un ganso macho bebé, con suaves plumas amarillas y unos ojos grandes y curiosos.

—¡Es un ganso! —dijo Marisa, sorprendida y encantada.

El pequeño ganso miró a Marisa, y en ese instante, supo que habían formado un lazo especial. Marisa decidió llamarlo Oliver. Desde ese día, Marisa y Oliver se volvieron inseparables. Ella lo cuidaba, lo alimentaba y le enseñaba todo lo que sabía. Le mostró cómo encontrar gusanos en la tierra, cómo nadar en el río y, con el tiempo, cómo volar.

Cada día, Marisa y Oliver pasaban horas explorando juntos. Marisa lo guiaba por sus senderos favoritos, y Oliver, que aprendía rápido, la seguía a todas partes. Se convirtieron en los mejores amigos. Marisa se sentía feliz y orgullosa de haber encontrado a Oliver y de haberlo criado desde que era solo un huevo.

Con el paso del tiempo, Oliver creció rápidamente. Sus pequeñas plumas amarillas se convirtieron en plumas blancas y grises, y sus alas se hicieron fuertes. Pronto, comenzó a volar pequeñas distancias, pero siempre volvía a Marisa. Volaban juntos por encima del río y sobre los árboles altos, disfrutando de la libertad del aire y del viento en sus caras.

Sin embargo, a medida que Oliver crecía, algo empezó a cambiar. Cada vez que volaban, Marisa notaba que Oliver miraba hacia el cielo con una expresión de anhelo. Sabía que, aunque Oliver era feliz con ella, algo en su interior le decía que su verdadero lugar estaba allá arriba, volando con otros gansos.

Un día, mientras estaban sentados junto al río, Marisa miró a Oliver y supo que había llegado el momento de dejarlo ir. Aunque el pensamiento de despedirse de su mejor amigo la llenaba de tristeza, sabía que era lo correcto. Oliver debía unirse a otros gansos, volar libremente y descubrir el mundo más allá del bosque.

—Oliver —dijo Marisa suavemente—, sé que pronto tendrás que irte con los otros gansos. Siempre serás mi mejor amigo, pero quiero que seas feliz, y sé que volar es lo que más amas.

Oliver la miró, como si entendiera cada palabra. Luego, movió sus alas y emitió un suave graznido, como si le estuviera diciendo que también la amaba y que siempre la recordaría.

Esa misma tarde, mientras el sol comenzaba a ponerse, Marisa y Oliver se despidieron en el claro del bosque. En lo alto, se escuchaban los sonidos de otros gansos volando en formación, y Oliver, con un último vistazo a Marisa, levantó vuelo para unirse a ellos. Marisa lo observó mientras ascendía, sus ojos llenos de lágrimas, pero también de orgullo y felicidad. Sabía que había hecho lo correcto.

Oliver voló alto, y pronto se perdió entre las nubes, pero Marisa siempre lo sentía cerca en su corazón. Aunque ya no estuvieran juntos físicamente, el amor y la amistad que compartían nunca desaparecerían.

Con el tiempo, Marisa siguió explorando el bosque, recordando todas las aventuras que había vivido con su amigo Oliver. Y aunque lo extrañaba, también sabía que su amistad había sido uno de los mayores regalos de su vida. Cada vez que veía un grupo de gansos volando en formación sobre su cabeza, sonreía, imaginando que Oliver estaba entre ellos, surcando los cielos con esa libertad que siempre había anhelado.

Una tarde, mientras Marisa caminaba por su sendero favorito cerca del río, algo curioso sucedió. Escuchó un graznido familiar que resonaba por todo el bosque. Detuvo su paso, aguzó el oído y, con el corazón latiendo rápidamente, corrió hacia el sonido. Al llegar al claro donde tantas veces había jugado con Oliver, lo vio. Un ganso, majestuoso y grande, descendía del cielo, aterrizando con gracia frente a ella.

—¡Oliver! —exclamó Marisa, con los ojos brillantes de emoción.

No podía creer lo que veía. Aunque Oliver había crecido mucho desde la última vez que lo vio, lo reconoció al instante. Sus ojos brillaban con el mismo cariño que siempre le había mostrado, y al verla, agitó sus alas como solía hacerlo cuando era un gansito bebé.

Oliver no estaba solo. Detrás de él, en el cielo, apareció una pequeña bandada de gansos que lo siguieron, aterrizando suavemente cerca de Marisa. Parecía que Oliver había regresado para presentar a sus nuevos amigos.

Marisa, con una gran sonrisa, se acercó lentamente. Oliver caminó hacia ella y rozó suavemente su pico contra su mejilla, como si le estuviera agradeciendo todo lo que había hecho por él. Aunque ahora pertenecía al cielo y a la vida con otros gansos, su vínculo con Marisa nunca se había roto.

—Has hecho un gran viaje —le susurró Marisa, acariciando sus plumas suaves—. Estoy tan feliz de verte de nuevo.

Durante los días siguientes, Oliver y sus amigos gansos permanecieron en el bosque. Marisa los cuidaba, asegurándose de que tuvieran comida y un lugar seguro para descansar. Ella y Oliver pasaron largas tardes juntos, como solían hacer en el pasado, paseando por el río y disfrutando del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles.

Sin embargo, Marisa sabía en su corazón que la estancia de Oliver en el bosque no sería para siempre. Los gansos estaban hechos para volar grandes distancias, para migrar y explorar nuevos horizontes. Aunque ahora estaban juntos de nuevo, el momento de la despedida llegaría pronto.

Un día, mientras caminaban por el bosque, Marisa y Oliver llegaron a la colina donde habían jugado tantas veces. Se sentaron juntos, observando el horizonte y el cielo abierto. Marisa miró a su amigo y, con una mezcla de tristeza y alegría, le dijo:

—Sé que tendrás que irte de nuevo. Este es tu hogar, pero el cielo es tu destino. Siempre te recordaré, Oliver. Eres parte de mí, y siempre lo serás.

Oliver la miró con ternura, como si entendiera cada palabra. Sabía que el vínculo entre ellos era algo más fuerte que la distancia o el tiempo. Sabía que, aunque volara lejos, siempre llevaría en su corazón los recuerdos de su infancia junto a Marisa.

Al día siguiente, al amanecer, la bandada de gansos comenzó a prepararse para su partida. El cielo estaba despejado, y una suave brisa soplaba por el bosque. Marisa se despidió de Oliver una vez más, sabiendo que esta vez, aunque el adiós era doloroso, también estaba lleno de esperanza.

Con un último graznido de despedida, Oliver alzó el vuelo, liderando a los demás gansos. Marisa los vio desaparecer en el horizonte, pero su corazón estaba en paz. Sabía que Oliver siempre regresaría, de una forma u otra. Sabía que la amistad que compartían no dependía de dónde estuvieran, sino de lo que significaban el uno para el otro.

Con el tiempo, Marisa creció. Se convirtió en una joven que seguía explorando el bosque, aprendiendo de los animales y conectando con la naturaleza. A menudo recordaba las aventuras con su querido amigo ganso, y cada vez que veía una bandada de gansos en el cielo, levantaba la vista con una sonrisa, imaginando a Oliver entre ellos.

Los años pasaron, y un día, cuando ya era mayor, Marisa regresó al claro donde había encontrado el huevo de Oliver. Se sentó en la hierba, mirando el cielo azul. El viento soplaba suavemente, moviendo las hojas y trayendo consigo el sonido distante de gansos volando. Marisa cerró los ojos y, por un momento, sintió como si Oliver estuviera allí con ella, su fiel compañero y amigo, recordándole las lecciones de la amistad y el amor por la naturaleza.

Así, Marisa comprendió que algunas despedidas no son el final, sino un nuevo comienzo. Oliver siempre estaría con ella, en cada rincón del bosque, en cada vuelo de los gansos, y sobre todo, en su corazón.

Fin

image_pdfDescargar Cuentoimage_printImprimir Cuento

¿Te ha gustado?

¡Haz clic para puntuarlo!

Comparte tu historia personalizada con tu familia o amigos

Compartir en WhatsApp Compartir en Telegram Compartir en Facebook Compartir en Twitter Compartir por correo electrónico

¿Te ha gustado?

¡Haz clic para puntuarlo!

Cuentos cortos que te pueden gustar

autor crea cuentos e1697060767625
logo creacuento negro

Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

1 comentario en «Marisa y el Huevo Misterioso»

Deja un comentario