Alejandro era un chico de diez años, inteligente y curioso, pero también un poco miedoso. Siempre había preferido leer libros de aventuras en lugar de vivirlas, lo que lo hacía sentir seguro en su pequeño mundo de páginas y palabras. Pero todo cambió un día cuando, al regresar de la escuela, encontró una carta extraña en la puerta de su casa. La carta estaba escrita en un papel amarillo brillante y decía:
«Estimado Alejandro,
Necesito tu ayuda urgentemente. Soy el Bananogenio, un científico un poco loco, pero con buen corazón. He construido una máquina del tiempo, pero algo terrible ha ocurrido. Todos los personajes históricos han sido arrastrados fuera de su época y el tiempo mismo está a punto de colapsar. Tú eres el único que puede ayudarme a arreglar este cataclismo. Ven al viejo laboratorio en la colina. Te espero.
Sinceramente, Bananogenio.»
Alejandro no podía creer lo que estaba leyendo. ¿Una máquina del tiempo? ¿Un cataclismo en el tiempo? Todo sonaba como una de esas historias fantásticas que tanto le gustaba leer. Pero, ¿por qué él? Alejandro, siendo un chico obediente, decidió ir al laboratorio, aunque un poco asustado. Al llegar, vio un edificio antiguo y destartalado, con humo saliendo por la chimenea y luces intermitentes en las ventanas. Su corazón latía rápido, pero la curiosidad era más fuerte que el miedo.
Tocó la puerta con timidez y, antes de que pudiera darse cuenta, la puerta se abrió de golpe. Del interior salió un hombre con cabello blanco y alborotado, ojos grandes y brillantes, y una bata de laboratorio que parecía haber sido manchada por innumerables experimentos fallidos.
—¡Alejandro! —exclamó el hombre—. ¡Qué bueno que has venido! Soy el Bananogenio.
—Hola… —balbuceó Alejandro, sorprendido por la energía del hombre—. ¿Es cierto lo que dice en la carta? ¿De verdad hay un problema con el tiempo?
—¡Por supuesto que sí! —respondió el Bananogenio mientras lo arrastraba al interior del laboratorio—. Todo comenzó cuando intenté hacer un experimento para mejorar la historia… pero no salió como esperaba.
Alejandro observó el interior del laboratorio con asombro. Había máquinas por todas partes, con luces parpadeantes, tubos que emitían vapor, y una gran pantalla que mostraba imágenes de diferentes épocas: pirámides egipcias, castillos medievales, e incluso compositores como Mozart. La máquina del tiempo, ubicada en el centro del laboratorio, era un artilugio impresionante, lleno de botones y palancas, con una gran esfera en la parte superior que giraba sin parar.
—Intenté crear una máquina que permitiera a las personas aprender de la historia viviendo en ella —explicó el Bananogenio, mientras ajustaba unos cables—. Pero algo salió mal y todos los personajes históricos fueron sacados de su época. ¡Si no los devolvemos, el tiempo colapsará y se convertirá en un caos total!
Alejandro tragó saliva, tratando de procesar toda la información.
—¿Y qué puedo hacer yo para ayudar? —preguntó, sintiéndose un poco abrumado.
—¡Tú eres la clave! —dijo el Bananogenio con entusiasmo—. Necesitamos alguien con conocimientos de historia y la capacidad de pensar rápidamente. Además, eres valiente, aunque no lo sepas aún.
Antes de que Alejandro pudiera protestar, el Bananogenio lo llevó a la máquina del tiempo y le entregó un pequeño dispositivo.
—Este es un estabilizador temporal —dijo—. Te ayudará a devolver a cada personaje a su tiempo correcto. Pero tendrás que viajar a través de varias épocas y resolver algunos acertijos en el camino.
Alejandro, aunque nervioso, aceptó el desafío. Después de todo, era una oportunidad única en la vida. El Bananogenio programó la máquina del tiempo y, con un fuerte zumbido, la esfera comenzó a girar más rápido, emitiendo destellos de luz que llenaron el laboratorio. De repente, Alejandro se sintió arrastrado por una corriente de energía, y cuando abrió los ojos, se encontró en un lugar completamente diferente.
Estaba en una calle de Viena, en el siglo XVIII. A su alrededor, la gente vestía con ropas elegantes y carruajes tirados por caballos recorrían las calles empedradas. Alejandro no tuvo tiempo de admirar la vista, ya que el estabilizador temporal comenzó a vibrar en su bolsillo. Sacándolo, vio que indicaba la presencia de Wolfgang Amadeus Mozart, el famoso compositor.
Siguió la señal del estabilizador hasta un pequeño teatro, donde encontró a Mozart en el escenario, dirigiendo una orquesta. Pero algo estaba mal. Mozart parecía confundido y desorientado, como si no supiera qué hacer.
—¡Mozart! —llamó Alejandro, acercándose a él—. ¡Tienes que volver a tu tiempo!
Mozart lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio.
—¿Quién eres, joven? —preguntó el compositor—. ¿Y cómo sabes mi nombre?
—Soy Alejandro, y estoy aquí para ayudarte —respondió, mostrando el estabilizador temporal—. Debes regresar a tu época, o el tiempo entero se desmoronará.
Mozart asintió, comprendiendo la gravedad de la situación.
—Entiendo, pero hay algo que debo hacer primero —dijo, señalando la orquesta—. Mi última composición no está completa, y no puedo irme sin terminarla.
Alejandro sabía que el tiempo era crucial, pero también entendía la importancia de la música para Mozart. Así que se ofreció a ayudar.
—¿Qué necesitas para terminarla? —preguntó.
Mozart sonrió, agradecido por la ayuda.
—Necesito encontrar la melodía perfecta para el final. Algo que sea grandioso y emotivo.
Alejandro pensó rápidamente y recordó algunas de las melodías que había escuchado en las clases de música. Comenzó a tararear una de ellas, y los ojos de Mozart se iluminaron.
—¡Eso es! —exclamó—. ¡Es exactamente lo que necesitaba!
Con la ayuda de Alejandro, Mozart completó su composición, y la orquesta tocó la pieza final. Cuando la última nota resonó en el teatro, el estabilizador temporal brilló intensamente, y Mozart comenzó a desvanecerse.
—Gracias, Alejandro —dijo Mozart antes de desaparecer—. Nunca olvidaré tu ayuda.
Con Mozart de vuelta en su época, Alejandro sintió un alivio momentáneo, pero sabía que su misión no había terminado. El estabilizador volvió a vibrar, indicando que era hora de otro viaje. Esta vez, la máquina del tiempo lo llevó a Egipto, al pie de las grandes pirámides.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.