En un pequeño pueblo rodeado de montañas, la vida era tranquila y sencilla. Todos los habitantes se conocían y compartían sus alegrías y tristezas. Sin embargo, un día, el pueblo fue golpeado por una severa sequía. Las plantas se marchitaron, los ríos se secaron, y la gente comenzó a preocuparse por el futuro. La sequía afectó a todos, excepto a un hombre avaro que vivía en una casa grande y oscura al borde del pueblo.
Este hombre, conocido como el señor Avaro, era famoso por su codicia. No compartía nada con nadie, y siempre guardaba su dinero en una caja fuerte en su hogar. Un día, mientras revisaba sus monedas, encontró un centavo que, de repente, comenzó a crecer. El centavo se hizo tan grande que ocupó toda su casa, y en su afán de protegerlo, el señor Avaro no permitió que nadie entrara en su hogar. La sombra del centavo cubría el pueblo, y la gente se llenaba de temor.
El centavo, con su tamaño descomunal, comenzó a causar estragos. A medida que crecía, su peso empezó a romper las casas y los caminos. La gente miraba con desesperación mientras su pueblo se destruía lentamente. El señor Avaro, cegado por su avaricia, no quería deshacerse del centavo. “Este centavo es mío, y nadie puede tenerlo”, decía.
Mientras tanto, un niño generoso llamado Juan observaba lo que estaba sucediendo. Juan era conocido en el pueblo por su bondad y su disposición para ayudar a los demás. Siempre compartía su comida y sus juguetes con aquellos que lo necesitaban. Al ver el sufrimiento de sus vecinos y la destrucción del pueblo, Juan sintió que debía hacer algo.
Un día, mientras caminaba por el pueblo, Juan decidió hablar con el señor Avaro. “Señor Avaro, por favor, debe deshacerse de ese centavo. Está destruyendo nuestro hogar”, le pidió con amabilidad. El señor Avaro, al escuchar las palabras de Juan, se rió. “¿Y qué sabes tú de dinero, niño? Este centavo es un tesoro. ¡No lo tocaré!”, respondió con desdén.
Juan no se dio por vencido. “Si no lo haces, más personas sufrirán. El dinero no puede comprarte la felicidad”, le dijo. Pero el señor Avaro solo le lanzó una mirada de desprecio y lo despidió.
Desesperado, Juan decidió buscar una solución por su cuenta. Recordaba que su abuela le había contado historias sobre el poder de la amistad y la bondad. “Tal vez si todos nos unimos, podamos hacer algo”, pensó.
Así que Juan comenzó a reunir a los niños del pueblo. Les explicó la situación y les pidió que lo ayudaran a convencer al señor Avaro de que se deshiciera del centavo. “Si todos trabajamos juntos, quizás podamos detener la destrucción”, dijo con determinación.
Los niños estaban de acuerdo y decidieron organizar un gran evento en la plaza del pueblo. Prepararon carteles que decían “La amistad es más fuerte que la avaricia” y “El amor y la bondad pueden vencer cualquier obstáculo”. Al día siguiente, se reunieron en la plaza y comenzaron a cantar canciones sobre la amistad y la unidad.
Al ver a todos los niños reunidos, el señor Avaro se asomó a la ventana de su casa. Nunca había visto tanto entusiasmo y alegría en el pueblo. Por primera vez, sintió una punzada de inquietud en su corazón. “¿Qué les pasa a esos niños?”, se preguntó.
Juan, al ver que el señor Avaro estaba observando, decidió que era el momento de hablar de nuevo. Con el apoyo de sus amigos, se acercó a la casa del señor Avaro y gritó: “¡Señor Avaro! ¡Únase a nosotros! No necesitamos un centavo grande, necesitamos amor y amistad para reconstruir nuestro pueblo”.
Los niños comenzaron a cantar una canción sobre la amistad y la alegría. La melodía llegó a los oídos del señor Avaro y, por un momento, sintió que su corazón se ablandaba. Pero la avaricia lo consumía. “¡No necesito amistad! ¡Solo quiero mi centavo!”, gritó, pero su voz tembló.
En ese momento, el centavo comenzó a temblar. De repente, una luz brillante envolvió la casa, y el centavo, que había estado creciendo descontroladamente, empezó a reducirse de tamaño. Con un gran estruendo, el centavo se hizo pequeño y, en un instante, volvió a ser un simple centavo.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.