Era un cálido día de verano en el que el sol brillaba con fuerza sobre el pequeño pueblo de Lekeitio, en la costa vasca. Las olas rompían suavemente contra la orilla, y el aire olía a sal y a aventura. Dos amigos, Egoitz y Enaitz, estaban emocionados porque habían decidido explorar la costa en busca de tesoros escondidos. Eran dos chicos aventureros, llenos de energía y curiosidad, y no había nada que les gustara más que descubrir cosas nuevas.
Egoitz, alto y delgado, con una gran sonrisa siempre en su rostro, llevaba una mochila llena de provisiones: bocadillos, una caja de lentes de aumento y una pequeña pala que había encontrado en el garaje de su abuelo. Enaitz, un poco más bajo y con el cabello rizado, llevaba un mapa del lugar que había creado él mismo. Había marcado puntos de interés que había escuchado de sus abuelos, como viejos faros y cuevas misteriosas.
—Hoy será un gran día —dijo Egoitz mientras miraba el azul del mar—. ¡Vamos a encontrar algo increíble!
—Sí, tenemos que comenzar por la cueva de Letrán! —exclamó Enaitz, emocionado—. Dicen que allí se esconde un antiguo tesoro que pertenece a los piratas.
Los chicos comenzaron su recorrido por el paseo marítimo, sintiendo la brisa fresca del mar. Mientras caminaban, se encontraron con una anciana. Tenía un vestido largo y florido, y sus ojos brillaban con una chispa de sabiduría. Egoitz y Enaitz se acercaron a ella llenos de curiosidad.
—Hola, jóvenes aventureros —dijo la anciana con una voz dulce—. ¿Adónde se dirigen tan animados?
—Vamos a buscar el tesoro de los piratas que está en la cueva de Letrán —respondió Enaitz con entusiasmo.
La anciana sonrió, y en sus ojos había una mezcla de nostalgia y encanto. —Ah, la cueva de Letrán… muchos han ido allí en busca de tesoros, pero pocos han regresado con algo más valioso que una historia. Tengan cuidado, pues los piratas no solo dejaron oro, sino también algunas sorpresas no tan agradables.
Los niños se miraron entre sí, intrigados pero algo asustados por la advertencia, aunque la emoción de la aventura era más fuerte que sus miedos. Siguieron su camino, comentando sobre lo que podrían encontrar. Después de un buen rato, llegaron a la entrada de la cueva.
—Esto parece más oscuro de lo que imaginé —dijo Egoitz mientras apuntaba la linterna que llevaba en su mochila hacia el interior de la cueva—. ¿Estás listo?
—¡Por supuesto! —respondió Enaitz—. ¡A la aventura!
Los dos amigos se adentraron en la cueva, donde el eco de sus pasos resonaba en las paredes de piedra, y las sombras danzaban a su alrededor. La entrada se cerraba detrás de ellos, convirtiéndose en una boca oscura que parecía tragar la luz. Mientras caminaban, comenzaron a notar extrañas marcas en las paredes. Egoitz, curioso, se acercó a mirar más de cerca.
—¡Mira! —gritó, emocionado—. Estas marcas parecen mapas antiguos.
—¡Sí! —respondió Enaitz, acercándose—. Quizás sean pistas sobre el tesoro. Vamos a seguirlas.
Siguiendo las marcas, llegaron a una gran sala dentro de la cueva. En el centro había un cofre gigante cubierto de arena y algas. Sus corazones latían con fuerza mientras se acercaban. Enaitz tomó la pala de Egoitz y juntos comenzaron a limpiar la arena que cubría el cofre.
Cuando hubieron terminado, el cofre brillaba con la luz de sus linternas. La cerradura estaba cubierta de óxido, pero al examinarla, Egoitz descubrió que tenía un mecanismo especial.
—¡Esto parece ser un rompecabezas! —dijo examinando las piezas del cofre—. Necesitamos encontrar la clave.
Mientras los chicos intentaban descifrar el mecanismo, escucharon un sonido en la cueva. Era como el sonido de risas, y no eran risas de alegría. Enaitz y Egoitz se miraron, inquietos.
—¿Qué fue eso? —susurró Enaitz.
De la penumbra emergió una sombra, y para sorpresa de los chicos, apareció un pequeño zorro. Tenía un brillo travieso en sus ojos y parecía muy inteligente.
—Hola, jóvenes exploradores —dijo el zorro en un tono amigable—. He estado observando su progreso. Si quieren abrir ese cofre, necesitarán mi ayuda.
—¿Quién eres tú? —preguntó Egoitz, sorprendido pero intrigado.
—Soy Zuri, el guardián de esta cueva. Muchos han intentado abrir el cofre, pero se necesita astucia y coraje. ¿Están listos para enfrentarse a un pequeño desafío?
Los amigos se miraron con determinación. Ambos asintieron.
—¡Sí! —gritaron al unísono.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.