Érase una vez en un pequeño y tranquilo pueblo llamado Valle Estrella, donde la vida transcurría apaciblemente entre el canto de los pájaros y el susurro de los árboles. En este pueblo, vivían tres amigos inseparables: Agustín, Sergio y Gonzalo. Ellos compartían un vínculo especial, como si fueran hermanos. Cada tarde, después de la escuela, se reunían en el parque para jugar y planear sus aventuras.
Un día, mientras estaban sentados bajo un gran árbol, Gonzalo sugirió que hicieran algo diferente. «¡Vamos a buscar un tesoro escondido!», exclamó emocionado, sus ojos brillando de entusiasmo. «He escuchado rumores de que hay un antiguo mapa que indica la ubicación de un tesoro en el bosque que está al lado del pueblo».
Sergio, que siempre había sido muy curioso, se inclinó hacia adelante y preguntó: «¿De verdad? Eso suena increíble. ¿Dónde encontramos ese mapa?». Agustín, el más aventurero del grupo, ya se estaba imaginando con un cofre lleno de oro. «Debemos preguntar a Don Jaime, el anciano del pueblo. Él sabe muchas historias y tal vez nos pueda dar pistas sobre el mapa», propuso.
Así que los tres amigos se levantaron y se dirigieron a la pequeña casa de Don Jaime. Era un hombre mayor que siempre tenía una sonrisa en su rostro y un par de perforaciones asombrosas en las orejas. Se decía que había viajado mucho y que tenía un sinfín de historias que contar. Al llegar, encontrarlos no fue difícil. Don Jaime estaba sentado en su porche, bebiendo un vaso de limonada bien fría.
—¡Hola, chicos! ¿Qué les trae por aquí? —preguntó con su habitual energía.
—Hola, Don Jaime —contestaron en coro—. Queremos saber sobre el tesoro escondido en el bosque. ¿Es cierto que hay un mapa?
Don Jaime los miró con un aire de misterio. —La leyenda dice que sí hay un mapa— comenzó a contarles—, pero no es fácil encontrarlo. Muchos lo han buscado, pero pocos han tenido éxito.
Los ojos de los niños se iluminaron. —¿Dónde podemos encontrarlo?— preguntó Gonzalo.
Don Jaime se inclinó hacia adelante, como si estuviera compartiendo un secreto muy importante. —Se dice que el mapa está escondido en la cueva del Dragón, al final del bosque. Sin embargo, deben tener cuidado, pues hay muchas sorpresas en el camino.
Los amigos miraron entre sí, sintiendo cómo la emoción crecía en su interior. —¡Necesitamos ir a buscarlo! —gritó Agustín—. ¿Cuándo podemos ir?
—Bueno, el camino no es sencillo. Deberán ir temprano al amanecer para que puedan regresar antes de que oscurezca. El bosque puede volverse peligroso por la noche —advertió Don Jaime.
Tras escuchar esto, agrupados en un pequeño círculo, los amigos hicieron un pacto. Irían en la mañana, bien preparados y con una linterna, por si acaso. Esa noche, apenas pudieron dormir de la emoción. Imaginaban el oro, las joyas y, sobre todo, la aventura que estaban a punto de vivir.
Al día siguiente, justo cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte, los tres amigos se encontraron en la plaza del pueblo. Cada uno tenía su mochila, llena de provisiones: bocadillos, agua, una brújula prestada y, lo más importante, una linterna. Durante el camino hacia el bosque, llegaron a un claro y vieron la entrada de la cueva del Dragón. Estaba oscura y parecía siniestra, pero su curiosidad era mucho más grande que su miedo.
—Este es el lugar —dijo Agustín, apuntando a la oscuridad de la cueva—. ¡Vamos, no podemos dudar!
Los amigos se metieron en la cueva. Al principio, todo parecía tranquilo. Las paredes estaban cubiertas de piedras brillantes, que reflejaban la poca luz que emitía la linterna de Sergio. Sin embargo, a medida que avanzaban, comenzaron a escuchar un extraño ruido, como el de algo moviéndose en la oscuridad.
—¿Qué fue eso? —preguntó Gonzalo, con un hilo de voz.
—Seguro es solo un murciélago —respondió Sergio, intentando calmarlo.
Pero, justo cuando pensaban que todo estaba bien, un gran perro de color negro salió de la nada, ladrando con fuerza. Era un perro fiel, de aspecto feroz, pero también parecía tristo y solitario. Los tres amigos se detuvieron en seco. El perro se quedó mirando, como si estuviera evaluándolos.
—¿Qué hacemos? —susurró Gonzalo, con los ojos muy abiertos—. ¡No quiero ser su almuerzo!
Agustín, siempre el más valiente, dio un paso hacia adelante. —Es solo un perro. Tal vez no sea peligroso. —Se agachó un poco y extendió su mano, intentando mostrarle que no representaban una amenaza. El perro se detuvo y, para sorpresa de todos, se acercó olfateando la mano de Agustín.
—Quizás solo está protegiendo su territorio —señaló Sergio—. Tal vez si le damos algo de comida, se calmará.
Gonzalo, recordando que había llevado algunas galletas, sacó una y se las ofreció al perro. Este, al olfatear la galleta, comenzó a mover la cola con entusiasmo, mostrando que no era tan feroz después de todo. Tras recibir la galleta, el perro dejó de ladrar y se sentó junto a Agustín, como si fuera su nuevo amigo.
—Creo que podemos nombrarlo… ¿Qué tal Dogo? —propuso Gonzalo, sonriendo.
—¡Me gusta! —dijeron los otros. A partir de ese momento, Dogo se convirtió en parte del equipo.
Continuaron explorando la cueva, con Dogo guiándolos por donde quería, como si supiera exactamente hacia dónde ir. Finalmente, después de varios giros y recovecos, encontraron una habitación con una luz tenue que iluminaba algo que parecía un viejo baúl.
—¡Allí está! —exclamó Agustin, corriendo hacia él.
Con gran esfuerzo, lograron abrir el baúl, y lo que encontraron dentro fue increíble: un antiguo mapa, arrugado y desgastado, pero aún legible. Sus corazones latían con fuerza al ver los dibujos de los alrededores del bosque y una enorme «X» que marcaba un lugar específico.
—Este es el tesoro escondido —susurró Sergio, con los ojos brillantes. Pero mientras estaban concentrados en el mapa, Dogo comenzó a ladrar de nuevo, mirando hacia la salida de la cueva.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.