Cuentos de Aventura

La Noche del Hurto: Un Perro Fiell y una Moto Policial al Acecho

Lectura para 10 años

Tiempo de lectura: 5 minutos

Español

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Érase una vez en un pequeño y tranquilo pueblo llamado Valle Estrella, donde la vida transcurría apaciblemente entre el canto de los pájaros y el susurro de los árboles. En este pueblo, vivían tres amigos inseparables: Agustín, Sergio y Gonzalo. Ellos compartían un vínculo especial, como si fueran hermanos. Cada tarde, después de la escuela, se reunían en el parque para jugar y planear sus aventuras.

Un día, mientras estaban sentados bajo un gran árbol, Gonzalo sugirió que hicieran algo diferente. «¡Vamos a buscar un tesoro escondido!», exclamó emocionado, sus ojos brillando de entusiasmo. «He escuchado rumores de que hay un antiguo mapa que indica la ubicación de un tesoro en el bosque que está al lado del pueblo».

Sergio, que siempre había sido muy curioso, se inclinó hacia adelante y preguntó: «¿De verdad? Eso suena increíble. ¿Dónde encontramos ese mapa?». Agustín, el más aventurero del grupo, ya se estaba imaginando con un cofre lleno de oro. «Debemos preguntar a Don Jaime, el anciano del pueblo. Él sabe muchas historias y tal vez nos pueda dar pistas sobre el mapa», propuso.

Así que los tres amigos se levantaron y se dirigieron a la pequeña casa de Don Jaime. Era un hombre mayor que siempre tenía una sonrisa en su rostro y un par de perforaciones asombrosas en las orejas. Se decía que había viajado mucho y que tenía un sinfín de historias que contar. Al llegar, encontrarlos no fue difícil. Don Jaime estaba sentado en su porche, bebiendo un vaso de limonada bien fría.

—¡Hola, chicos! ¿Qué les trae por aquí? —preguntó con su habitual energía.

—Hola, Don Jaime —contestaron en coro—. Queremos saber sobre el tesoro escondido en el bosque. ¿Es cierto que hay un mapa?

Don Jaime los miró con un aire de misterio. —La leyenda dice que sí hay un mapa— comenzó a contarles—, pero no es fácil encontrarlo. Muchos lo han buscado, pero pocos han tenido éxito.

Los ojos de los niños se iluminaron. —¿Dónde podemos encontrarlo?— preguntó Gonzalo.

Don Jaime se inclinó hacia adelante, como si estuviera compartiendo un secreto muy importante. —Se dice que el mapa está escondido en la cueva del Dragón, al final del bosque. Sin embargo, deben tener cuidado, pues hay muchas sorpresas en el camino.

Los amigos miraron entre sí, sintiendo cómo la emoción crecía en su interior. —¡Necesitamos ir a buscarlo! —gritó Agustín—. ¿Cuándo podemos ir?

—Bueno, el camino no es sencillo. Deberán ir temprano al amanecer para que puedan regresar antes de que oscurezca. El bosque puede volverse peligroso por la noche —advertió Don Jaime.

Tras escuchar esto, agrupados en un pequeño círculo, los amigos hicieron un pacto. Irían en la mañana, bien preparados y con una linterna, por si acaso. Esa noche, apenas pudieron dormir de la emoción. Imaginaban el oro, las joyas y, sobre todo, la aventura que estaban a punto de vivir.

Al día siguiente, justo cuando el sol comenzaba a asomarse por el horizonte, los tres amigos se encontraron en la plaza del pueblo. Cada uno tenía su mochila, llena de provisiones: bocadillos, agua, una brújula prestada y, lo más importante, una linterna. Durante el camino hacia el bosque, llegaron a un claro y vieron la entrada de la cueva del Dragón. Estaba oscura y parecía siniestra, pero su curiosidad era mucho más grande que su miedo.

—Este es el lugar —dijo Agustín, apuntando a la oscuridad de la cueva—. ¡Vamos, no podemos dudar!

Los amigos se metieron en la cueva. Al principio, todo parecía tranquilo. Las paredes estaban cubiertas de piedras brillantes, que reflejaban la poca luz que emitía la linterna de Sergio. Sin embargo, a medida que avanzaban, comenzaron a escuchar un extraño ruido, como el de algo moviéndose en la oscuridad.

—¿Qué fue eso? —preguntó Gonzalo, con un hilo de voz.

—Seguro es solo un murciélago —respondió Sergio, intentando calmarlo.

Pero, justo cuando pensaban que todo estaba bien, un gran perro de color negro salió de la nada, ladrando con fuerza. Era un perro fiel, de aspecto feroz, pero también parecía tristo y solitario. Los tres amigos se detuvieron en seco. El perro se quedó mirando, como si estuviera evaluándolos.

—¿Qué hacemos? —susurró Gonzalo, con los ojos muy abiertos—. ¡No quiero ser su almuerzo!

Agustín, siempre el más valiente, dio un paso hacia adelante. —Es solo un perro. Tal vez no sea peligroso. —Se agachó un poco y extendió su mano, intentando mostrarle que no representaban una amenaza. El perro se detuvo y, para sorpresa de todos, se acercó olfateando la mano de Agustín.

—Quizás solo está protegiendo su territorio —señaló Sergio—. Tal vez si le damos algo de comida, se calmará.

Gonzalo, recordando que había llevado algunas galletas, sacó una y se las ofreció al perro. Este, al olfatear la galleta, comenzó a mover la cola con entusiasmo, mostrando que no era tan feroz después de todo. Tras recibir la galleta, el perro dejó de ladrar y se sentó junto a Agustín, como si fuera su nuevo amigo.

—Creo que podemos nombrarlo… ¿Qué tal Dogo? —propuso Gonzalo, sonriendo.

—¡Me gusta! —dijeron los otros. A partir de ese momento, Dogo se convirtió en parte del equipo.

Continuaron explorando la cueva, con Dogo guiándolos por donde quería, como si supiera exactamente hacia dónde ir. Finalmente, después de varios giros y recovecos, encontraron una habitación con una luz tenue que iluminaba algo que parecía un viejo baúl.

—¡Allí está! —exclamó Agustin, corriendo hacia él.

Con gran esfuerzo, lograron abrir el baúl, y lo que encontraron dentro fue increíble: un antiguo mapa, arrugado y desgastado, pero aún legible. Sus corazones latían con fuerza al ver los dibujos de los alrededores del bosque y una enorme «X» que marcaba un lugar específico.

—Este es el tesoro escondido —susurró Sergio, con los ojos brillantes. Pero mientras estaban concentrados en el mapa, Dogo comenzó a ladrar de nuevo, mirando hacia la salida de la cueva.

—¿Por qué ladra? —preguntó Gonzalo, inquieto.

Agustín observó hacia la entrada. Era entonces cuando escucharon el sonido de motores. —¿Qué es eso? —preguntó nervioso.

Salieron rápidamente de la cueva, y lo que vieron fue una extraña escena. Un grupo de figuras encapuchadas, parecía que estaban preparándose para llevarse algo. Sergio se volvió hacia sus amigos, y juntos decidieron que debían actuar.

—Necesitamos distraerlos —dijo Agustín—. ¡Dogo puede ayudarnos!

Llamaron a Dogo, que rápidamente se puso en alerta. Agustín lanzó una piedra en la dirección opuesta, y en cuanto cayó, Dogo salió disparado como un rayo. El grupo de encapuchados se dio la vuelta, confundido por el ladrido fuerte y el repentino movimiento del perro. Esto les dio tiempo a los amigos para esconderse detrás de unos arbustos.

—No sabía que un perro podría ser tan valiente —susurró Gonzalo, pegado al árbol.

Aprovechando el momento de distracción, los amigos comenzaron a trazar un plan. Agustín propuso que uno de ellos llamara la atención mientras los otros buscaban una forma de recuperar lo que podían. Sergio, con su espíritu creativo, empezó a hacer ruido con unas ramas rotas, imitando los sonidos de un animal herido.

Cuando los encapuchados se acercaron, Agustín y Gonzalo aprovecharon para intentar descubrir qué estaban buscando. Se acercaron sigilosamente y, para su sorpresa, vieron que estaban intentando llevarse una gran cantidad de joyas y objetos antiguos que estaban escondidos en la parte trasera de la cueva.

—¡Eso es lo que necesitamos proteger! —dijo Gonzalo, con determinación.

Mientras Dogo ladraba y movía su cola, los tres amigos tomaron una decisión. Juntos, se lanzarían para intentar asustar a los encapuchados. Se lanzaron de detrás de los arbustos, haciendo ruidos y gritos.

—¡Deténganse, ladrones! —gritaron a la vez, mostrando coraje.

Los encapuchados se sorprendieron y, al ver que eran solo unos niños, comenzaron a reírse. Sin embargo, lo que no esperaban era la destreza de Dogo. El perro león saltó hacia uno de los encapuchados, intentando morderlo en el pantalón. El ladrido fuerte y feroz del perro se unió a los gritos de los chicos, creando una escena caótica.

—¡Corre! —gritó Agustín, y empezaron a correr hacia la salida de la cueva. Dogo siguió a sus nuevos amigos, saltando y ladrando, mientras los encapuchados intentaban recuperar la compostura.

Una vez fuera de la cueva, los amigos no se detuvieron. Corrieron lo más rápido que pudieron hacia el pueblo, sintiendo el aire en sus rostros y el latido de su corazón en sus oídos. Cuando al fin llegaron a la plaza del pueblo, se detuvieron para recuperar el aliento.

—¡Lo logramos! —exclamó Sergio, apagando la linterna mientras sonreía.

—Sí, pero debemos alertar a adultos sobre lo que sucedió —dijo Gonzalo, mirando a su alrededor y buscando algún adulto que les pudiera ayudar.

Cuando vieron a la policía patrullando, corrieron hacia ellos. Agustin les relató rápidamente sobre el tesoro y los ladrones, mientras Dogo permanecía a su lado, como un guardián leal. Los policías tomaron el asunto en serio y decidieron acompañar a los chicos de vuelta a la cueva.

Al llegar a la entrada de la cueva, notaron que los encapuchados ya se habían ido. Pero las joyas estaban repartidas por el suelo y el mapa seguía allí, intacto.

—Hicieron un buen trabajo al llegar a tiempo —dijo uno de los policías—. Vamos a investigar y proteger esta zona.

Los chicos se sintieron orgullosos de haber actuado con valentía. Con el tiempo, la historia del “Hurto en la cueva del Dragón” se convirtió en una leyenda del pueblo, y Agustín, Gonzalo y Sergio se volvieron conocidos como los héroes que habían defendido su hogar.

Así fue como los tres amigos y su perro fiel, Dogo, vivieron una aventura inolvidable. Aprendieron que a veces, con valentía y trabajo en equipo, podemos enfrentar cualquier desafío que se presente en nuestro camino. Desde entonces, nunca dejaron de buscar tesoros, aunque a veces el mayor de ellos fue la amistad que compartían, llena de emocionantes aventuras y lecciones valiosas.

Con el tiempo, nuestro pequeño pueblo se llenó de nuevas historias, pero la Noche del Hurto se convirtió en su favorita, recordando que la verdadera aventura reside en el corazón.

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Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.

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