Había una vez, en un reino lejano, una joven llamada Celia. A pesar de ser dulce y bondadosa, vivía sometida a los caprichos de su malvada madrastra Felipa y de sus envidiosas hermanastras Laura y María.
Ellas se encargaban de que Celia tuviera que hacer todos los trabajos de la casa y se burlaban de ella constantemente.
Un día, llegó una invitación al palacio para todos los habitantes del reino. El príncipe Samuel había decidido dar un gran baile para elegir a su futura esposa. Laura y María estaban emocionadas y empezaron a prepararse con esmero, mientras que Felipa se aseguraba de que Celia no pudiera asistir.
Celia, con tristeza en sus ojos, se retiró al jardín. Ahí, llorando junto a una fuente, apareció Lucia, su hada madrina. «No llores, Celia», dijo con voz dulce. «Tú también irás al baile». Con un toque de su varita mágica, transformó los harapos de Celia en un hermoso vestido de seda y brillantes.
De una calabaza hizo una carroza y de unos ratoncitos, caballos. Lucia advirtió a Celia: «El hechizo sólo durará hasta medianoche. Debes regresar antes de que la última campanada suene».
El baile era espléndido. Música, risas y luces llenaban el gran salón del palacio. Sin embargo, todos se quedaron asombrados cuando Celia hizo su entrada. Su belleza y gracia eran incomparables. El príncipe Samuel quedó cautivado y bailó con ella toda la noche.
Pero, al escuchar las primeras campanadas de la medianoche, Celia, recordando las palabras de Lucia, corrió fuera del palacio tan rápido que dejó atrás uno de sus zapatos de cristal.
Al día siguiente, Samuel ordenó a sus súbditos que buscaran por todo el reino a la dueña del zapato de cristal. Laura y María intentaron sin éxito calzarse el delicado zapato. Pero cuando llegó el turno de Celia, el zapato le quedó perfectamente.
