Había una vez una niña muy especial llamada Carolina. Carolina tenía solo dos años, y aunque era pequeña, su corazón estaba lleno de grandes aventuras. Tenía el cabello rubio y ojos curiosos que siempre brillaban con entusiasmo. Carolina vivía con su aita, su ama, y su mejor amigo, un búho llamado Apolo.
Apolo no era un búho común y corriente. Tenía plumas marrones y una tripa blanca que se veía suave como la nieve. Cada mañana, cuando el sol empezaba a asomarse, Carolina se despertaba y miraba a su alrededor. Siempre estaba emocionada por descubrir qué sorpresas traería el día. Ese día, cuando se despertó, decidió que sería un día muy especial.
Carolina se levantó de su cama y corrió a su armario. Abrió la puerta y sacó su camiseta favorita, una camiseta del Athletic Club de Bilbao, igualita a la que siempre llevaba su aita. Se la puso con mucho cuidado, tratando de imitar a su aita. Apolo, el búho, observaba con sus grandes ojos brillantes y soltó un pequeño «¡uhu!» de aprobación.
Después de desayunar, Carolina tomó su bicicleta azul y blanca y salió hacia el parque. Su aita y su ama la acompañaban, caminando a su lado y charlando alegremente. Carolina pedaleaba con fuerza, sintiendo el viento en su cara y riendo a carcajadas. Apolo volaba sobre ellos, asegurándose de que todo estuviera bien.
Cuando llegaron al parque, Carolina se encontró con su mejor amiga, Alejandra. Alejandra también tenía dos años y el cabello marrón rizado. Juntas, las dos niñas corrían hacia la torre alta que parecía un fuerte. Subían las escaleras con rapidez y se deslizaban por el tobogán una y otra vez. También les encantaba columpiarse, tratando de llegar tan alto como el cielo.
Después de pasar un buen rato jugando en el parque, Carolina, Aita, y Ama decidieron ir a la playa. Era un lugar especial donde siempre se divertían mucho. Al llegar, Carolina corrió hacia la arena, sintiendo cómo sus pequeños pies se hundían en la suavidad dorada. Aita y Ama extendieron una manta y se sentaron a observar cómo Carolina jugaba.
Carolina empezó a construir un castillo de arena. Con sus manitas, formaba las torres y los muros, y Apolo, aunque no podía ayudar con sus alas, se posaba cerca para vigilar que todo saliera perfecto. Aita se unió a la construcción, ayudando a hacer el castillo aún más grande y detallado. Ama, mientras tanto, tomaba fotos y sonreía, disfrutando del momento.
El día pasaba rápido, y pronto el sol empezó a bajar, tiñendo el cielo de colores naranjas y rosas. Carolina, Aita, y Ama se sentaron juntos en la manta, mirando cómo el sol se escondía en el horizonte. Era un momento mágico, lleno de paz y felicidad. Apolo se posó en el hombro de Carolina, y ella le acarició suavemente las plumas.
Cuando ya empezaba a oscurecer, la familia decidió que era hora de volver a casa. Carolina, cansada pero feliz, se dejó llevar en los brazos de su aita. Al llegar a casa, Ama preparó un baño calentito y luego vistió a Carolina con su pijama favorito. Era la hora de dormir.
Ama se sentó al lado de la cama de Carolina y le leyó un cuento. La suave voz de Ama llenaba la habitación, y poco a poco, los ojos de Carolina empezaron a cerrarse. Apolo, desde su rincón, también se preparaba para dormir, cerrando sus ojos brillantes. Carolina se quedó dormida, soñando con las maravillosas aventuras que tendría al día siguiente.
Y así, terminó el gran día de Carolina. Fue un día lleno de juegos, risas y amor, un día que ella siempre recordaría. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.