Había una vez, en un pequeño pueblo rodeado de colinas verdes y bosques frondosos, una niña llamada Daisy. Daisy no era como las otras niñas de su edad; tenía un cabello largo y sedoso de color violeta que caía en suaves ondas sobre sus hombros. A pesar de su apariencia única y su carácter dulce, Daisy se sentía sola. Había perdido la risa, aquella que solía llenar su hogar de alegría y calidez. Desde que su abuela, la persona que más la hacía reír, había fallecido, Daisy no encontraba motivo alguno para sonreír.
Cada día, Daisy caminaba sola por el bosque cercano a su casa, buscando un poco de consuelo en la naturaleza. Amaba los árboles altos y los ríos cantarines, pero ni siquiera estos podían aliviar la tristeza que sentía en su corazón. Su madre, preocupada por la melancolía de Daisy, trataba de animarla con cuentos y juegos, pero nada parecía funcionar.
Una mañana, mientras paseaba por el bosque, Daisy notó algo diferente. Un camino que nunca antes había visto se abría entre los árboles, como si hubiera surgido de la nada. Las ramas de los árboles formaban un arco natural que invitaba a explorar lo que había más allá. Intrigada, Daisy decidió seguir el camino, esperando encontrar algo que la ayudara a sentirse mejor.
El sendero serpenteaba a través del bosque, alejándose cada vez más de los lugares que Daisy conocía. Pero, en lugar de asustarse, Daisy sintió una extraña calma que la animaba a seguir adelante. Después de caminar durante un buen rato, llegó a un claro donde el sol brillaba con una intensidad especial. En el centro del claro, Daisy descubrió un jardín que nunca había visto antes. Era un jardín como ningún otro, lleno de plantas y flores que parecían tener vida propia.
Las flores no solo se mecían con la brisa, sino que también emitían suaves risitas, como si estuvieran compartiendo un chiste entre ellas. Los arbustos se sacudían de risa, y los árboles que bordeaban el jardín dejaban caer sus hojas en cascadas de carcajadas. Daisy, sorprendida y encantada por lo que veía, no podía creer lo que estaba presenciando. Era un jardín lleno de risas.
Con curiosidad, se acercó a una flor de pétalos rosados que reía con una alegría contagiosa. Al estar tan cerca, Daisy sintió un cosquilleo en su estómago, como si la risa de la flor intentara despertar la suya propia. Pero, aunque lo intentó, Daisy no pudo reír.
—Hola, pequeña —dijo la flor con una voz suave y musical—. ¿Por qué no te unes a nosotros y ríes un poco?
Daisy, sorprendida de que la flor hablara, respondió:
—Me encantaría, pero no sé cómo. Desde que mi abuela se fue, he olvidado cómo reír.
La flor dejó de reír por un momento y miró a Daisy con compasión.
—Este es un jardín mágico —dijo la flor—. Aquí, las risas nunca desaparecen. Solo tienes que recordar lo que te hacía feliz y dejar que tu corazón se abra a la alegría nuevamente.
Daisy asintió, pero no estaba segura de cómo hacerlo. Decidió explorar más el jardín, esperando encontrar algo que la ayudara a recordar cómo se sentía reír. Mientras caminaba entre las flores risueñas, los arbustos parlantes y los árboles que susurraban chistes entre ellos, Daisy comenzó a sentir una pequeña chispa de alegría en su interior.
Llegó a una fuente en el centro del jardín, donde el agua salpicaba en cascadas de risa. Cada gota que caía emitía un sonido alegre que resonaba en todo el lugar. Daisy se sentó al borde de la fuente y observó cómo las risas del agua se elevaban hacia el cielo, perdiéndose entre las hojas de los árboles. Al cerrar los ojos, recordó los días felices que había pasado con su abuela, las tardes en las que solían contar historias y reír hasta que les dolía el estómago.
Sin darse cuenta, una pequeña sonrisa comenzó a formarse en los labios de Daisy. La risa de la fuente era tan contagiosa que, por primera vez en mucho tiempo, Daisy sintió la necesidad de reír. Al principio, fue solo una pequeña risa, casi inaudible, pero a medida que recordaba más momentos felices, la risa creció y se hizo más fuerte.
Las flores, los arbustos y los árboles del jardín, al escuchar la risa de Daisy, comenzaron a reír aún más fuerte, animándola a dejarse llevar por la alegría. Pronto, todo el jardín estaba lleno de risas, y Daisy reía tanto que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Era una risa liberadora, que parecía sanar las heridas de su corazón.
Daisy se dio cuenta de que no había perdido su capacidad de reír, solo la había olvidado por un tiempo. Su abuela siempre le decía que la risa era el mejor remedio para cualquier tristeza, y ahora entendía por qué. El jardín mágico le había recordado la importancia de reír, incluso cuando las cosas parecían difíciles.
Pasó el resto del día en el jardín, jugando con las plantas y escuchando sus historias graciosas. Cada rincón del lugar estaba lleno de sorpresas y risas, y Daisy se sentía más feliz de lo que había estado en mucho tiempo. Al caer la tarde, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las colinas, Daisy supo que era hora de regresar a casa.
Antes de irse, la flor de pétalos rosados se despidió de ella con una cálida sonrisa.
—Recuerda, pequeña, siempre habrá una razón para reír, incluso en los momentos más oscuros. Nunca pierdas esa chispa de alegría que has encontrado hoy.
Daisy agradeció a la flor y prometió que nunca volvería a olvidar cómo reír. Con una última mirada al jardín mágico, emprendió el camino de regreso a casa, sintiendo que algo en su interior había cambiado para siempre.
Al llegar a casa, su madre la recibió con una sonrisa, sorprendida al ver la expresión alegre en el rostro de Daisy.
—¿Dónde has estado, cariño? —preguntó su madre—. Te ves tan feliz.
—Fui a un lugar mágico, mamá —respondió Daisy—. Un lugar donde las plantas ríen y donde aprendí a reír de nuevo.
Su madre, aunque no entendía del todo lo que Daisy le contaba, se alegró de verla tan contenta. A partir de ese día, Daisy llevó la alegría que había encontrado en el jardín mágico a todos los aspectos de su vida. Su risa llenaba la casa una vez más, y cada vez que recordaba a su abuela, lo hacía con una sonrisa en lugar de lágrimas.
El jardín mágico se convirtió en su lugar secreto, un rincón especial donde podía ir cada vez que necesitaba un poco de alegría. Aunque no lo visitaba todos los días, sabía que siempre estaría allí, esperándola con los brazos abiertos y una nueva historia divertida que contar.
Con el tiempo, Daisy creció, pero nunca perdió la capacidad de reír como lo había hecho en el jardín de las risas. Aprendió que la felicidad no dependía de las circunstancias, sino de la actitud con la que enfrentaba la vida. Y así, con cada día que pasaba, Daisy se aseguraba de encontrar una razón para reír, sabiendo que su abuela estaría orgullosa de ella.
Fin.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.