En una pequeña ciudad costera, cada año, a la misma hora, ocurría un fenómeno extraño. Una tormenta poderosa se desataba, arrasando con todo a su paso. Los habitantes, temerosos, se resguardaban en sus casas, convencidos de que era una maldición imposible de evitar. Sin embargo, tres amigos, Luna, Mía y Antonio, eran un poco diferentes. Ellos eran curiosos y aventureros, y deseaban entender qué causaba esas tormentas.
Un día, mientras jugaban en la playa, Luna, que era la más imaginativa del grupo, sugirió que debían quedarse afuera durante la tormenta de ese año.
—¿Y si descubrimos de dónde viene? —propuso con entusiasmo.
Mía, siempre lista para la aventura, asintió. —¡Sí! ¡Podemos ser valientes!
Antonio, que era un poco más cauteloso, dudó por un momento, pero al ver la emoción de sus amigas, decidió unirse. —Está bien, pero debemos tener cuidado.
Esa noche, cuando el cielo comenzó a oscurecerse y el viento empezó a soplar, los tres amigos se posicionaron en la playa. Las nubes negras se acumulaban y, de repente, la tormenta estalló. Los truenos retumbaban y los relámpagos iluminaban el cielo. Aunque el miedo les recorría el cuerpo, estaban decididos a averiguar qué sucedía.
Mientras el agua caía como un torrente y el viento aullaba, Luna, Mía y Antonio se dieron cuenta de que había algo más en la tormenta. En medio del caos, vieron una figura que parecía guiar la tormenta, como si fuera una extensión de sí misma. Se trataba de una mujer de cabello largo y flotante, que brillaba con una luz misteriosa.
—¡Miren! —gritó Luna, señalando hacia la figura—. ¡Ella debe saber algo!
La mujer, que parecía ser un espíritu del mar, se volvió hacia ellos. Su rostro era sereno, pero había un aire de tristeza en su mirada.
—¿Por qué están aquí, niños? —preguntó la mujer, su voz resonando como un eco en la tormenta.
Antonio, sintiéndose valiente, respondió: —Queremos saber por qué siempre hay tormentas en nuestra ciudad. ¿Eres tú la que las trae?
La mujer suspiró, y su mirada se tornó melancólica. —No traigo las tormentas por gusto. Cada año regreso a estas costas en busca de algo que perdí.
Mía, intrigada, se acercó un poco más. —¿Qué perdiste?
La mujer miró hacia el mar, donde las olas rompían con fuerza. —Perdí un recuerdo, algo muy importante para mí. Sin él, no puedo descansar en paz.
Luna, con su corazón lleno de empatía, preguntó: —¿Podemos ayudarte a encontrarlo?
La mujer asintió lentamente. —Si ustedes me ayudan, tal vez las tormentas cesen para siempre. Pero debo advertirles: si me liberan, olvidaré que alguna vez estuve aquí.
Los tres amigos se miraron, y aunque estaban asustados, sabían que debían ayudarla. Antonio, decidido, preguntó: —¿Cómo podemos encontrarte tu recuerdo?
La mujer sonrió, como si hubiera encontrado una chispa de esperanza. —Debemos buscar en el fondo del mar, donde las olas guardan secretos. Juntos, podemos descubrirlo.
Sin pensarlo dos veces, los niños hicieron un círculo a su alrededor, tomándose de las manos. La mujer levantó sus brazos hacia el cielo, y en un instante, una luz brillante los envolvió. De repente, se encontraron en el fondo del océano. Los peces de colores nadaban alrededor de ellos, y la luz del sol se filtraba a través del agua.
—¡Wow! —exclamó Mía, maravillada—. ¡Esto es increíble!
La mujer guiaba a los niños a través del agua, mostrándoles las maravillas del océano. Allí había corales, tesoros perdidos y criaturas mágicas que nunca habían imaginado. Sin embargo, el tiempo era limitado, y la mujer parecía preocupada.
—Debemos encontrar mi recuerdo antes de que la tormenta termine —dijo con prisa.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.