Ricardo siempre había sido un niño muy atento en la escuela. No era el más popular ni el más destacado, pero siempre procuraba hacer lo correcto y seguir las reglas. A sus once años, la vida escolar no le traía grandes preocupaciones, o al menos eso era lo que él pensaba. Cada día era una rutina: levantarse temprano, prepararse para ir a la escuela, escuchar a los profesores y, claro, jugar con sus amigos en el recreo. Sin embargo, todo cambió aquel día, un día que Ricardo nunca olvidaría.
Era un miércoles soleado, y Ricardo estaba emocionado porque era el día de educación física. Durante la primera hora, el profesor de matemáticas, el señor Martínez, había dado una clase particularmente tediosa sobre las fracciones. Ricardo trató de concentrarse, pero su mente ya estaba en el recreo, imaginándose a él y a sus amigos, Cardo, Ardo, Mardo y Sensio, corriendo en el patio, desafiándose a ver quién era el más rápido.
La campana sonó y, como siempre, los cinco amigos salieron corriendo hacia el patio. Cardo, el más alto del grupo, propuso un juego de fútbol. Ardo, el más pequeño, aunque no tan rápido, aceptó de inmediato, mientras que Mardo y Sensio, que siempre estaban haciendo bromas, ya habían comenzado a reírse por algo que sólo ellos entendían.
Ricardo, sin embargo, tenía una pequeña preocupación. Había sentido un ligero malestar en su estómago desde la clase de matemáticas, pero decidió ignorarlo. “Sólo es un poco de nervios,” se dijo a sí mismo. No quería perderse el partido.
El recreo fue tan intenso como siempre. Los chicos corrían de un lado a otro, gritando y riendo, sin preocuparse por nada más en el mundo. Pero justo cuando el partido estaba en su punto más emocionante, Ricardo sintió una urgencia incontrolable. Sabía que tenía que ir al baño, pero el gol estaba tan cerca que no podía dejar el juego en ese momento. «Un minuto más», pensó, «sólo un minuto más».
Ese minuto se convirtió en cinco, luego en diez, hasta que fue demasiado tarde. Ricardo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo justo cuando el timbre del final del recreo sonó. Su corazón se aceleró, y antes de que pudiera reaccionar, el accidente ocurrió. Ricardo, en medio del campo de fútbol, rodeado de sus amigos y compañeros de clase, había mojado sus pantalones.
El tiempo pareció detenerse para él. Las risas y gritos del recreo desaparecieron, y todo lo que pudo escuchar fue el eco de su propio miedo y vergüenza. Intentó moverse rápidamente hacia los baños, pero ya era demasiado tarde. Algunos de sus compañeros se dieron cuenta, y las risitas empezaron a resonar en el aire. Ricardo deseaba que la tierra lo tragara.
Cardo fue el primero en notar la expresión de su amigo. Se acercó, sin reírse, y puso una mano en su hombro. «Vamos, Ricardo, te acompaño al baño», le dijo en voz baja. Ricardo no podía hablar, pero asintió. Mientras caminaban, escuchaba algunas risas detrás de ellos, pero Cardo se aseguró de que ninguno de los chicos se acercara demasiado.
Ardo, siempre curioso, corrió tras ellos, mientras que Mardo y Sensio se quedaron atrás, hablando entre ellos. Una vez en el baño, Ricardo miró sus pantalones empapados y sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. «¿Cómo pudo pasarme esto?», pensaba una y otra vez.
«Tranquilo, amigo», dijo Cardo mientras Ardo le alcanzaba una toalla de papel. «A cualquiera le puede pasar».
«Sí, Ricardo», añadió Ardo, «una vez casi me pasa lo mismo en la biblioteca, pero llegué justo a tiempo».
Ricardo intentó sonreír, pero no podía sacarse de la cabeza la idea de que todos se burlarían de él. “Nunca me lo van a dejar olvidar”, dijo finalmente.
Pero Cardo y Ardo no lo dejaron hundirse en esos pensamientos. «No te preocupes, si alguien te molesta, nosotros nos encargamos», dijo Cardo con firmeza. “Además, mañana ya nadie se acordará de esto”.
Ricardo no estaba tan seguro, pero agradeció el apoyo de sus amigos. Después de un rato, se cambió con la ropa de educación física que tenía en su mochila y salió del baño con la cabeza baja. Cuando llegaron al aula, Mardo y Sensio ya estaban allí, y para sorpresa de Ricardo, no hicieron ningún comentario sobre lo ocurrido. En lugar de eso, le ofrecieron una sonrisa y comenzaron a hablar sobre algo completamente diferente.
El día pasó más rápido de lo que Ricardo esperaba. Al principio, le daba miedo levantar la mirada y ver las reacciones de sus compañeros, pero se dio cuenta de que la mayoría de ellos estaban ocupados con sus propios asuntos. Algunos de los chicos que se habían reído en el recreo lo miraron de reojo, pero nadie dijo nada.
Al final del día, Ricardo se sintió aliviado. Aunque la experiencia había sido extremadamente vergonzosa, se dio cuenta de algo muy importante: tenía amigos de verdad. Amigos que estaban ahí para él cuando más los necesitaba, que no lo juzgaban y que le ofrecían apoyo incondicional. Y aunque todavía sentía un poco de vergüenza, también sabía que, con el tiempo, todo aquello quedaría en el olvido.
Mientras caminaba hacia casa junto a Cardo, Ardo, Mardo y Sensio, Ricardo se dio cuenta de que lo más importante no era lo que había sucedido, sino cómo había respondido él y sus amigos. Y en ese momento, se sintió más fuerte, más seguro de sí mismo, sabiendo que, pase lo que pase, siempre tendrá a sus amigos a su lado.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.