En el tranquilo pueblo de Lireside, una familia peculiar vivía en una acogedora casa en la esquina de la calle Roble. Era yo, la narradora de esta historia, junto con mi esposo, nuestros dos hijos y mi padre, quien nos había acompañado a vivir sus años dorados.
Nuestra casa, aunque llena de risas y juegos, albergaba un misterio que a todos nos tenía intrigados. En mi habitación, había un antiguo ropero de madera oscura, tallado con figuras de árboles y animales que parecían cobrar vida en las sombras de la noche. Desde que nos mudamos, sospechaba que algo o alguien habitaba dentro de él.
Cada noche, cuando la casa se sumía en el silencio, se escuchaban leves golpecitos provenientes del ropero. Al principio, pensé que eran simples crujidos de la madera vieja, pero con el tiempo, los sonidos se hicieron más específicos, como si alguien estuviera llamando suavemente desde el interior.
Mis hijos, valientes y curiosos, bromeaban diciendo que teníamos un fantasma de moda que solo quería probarse algunos atuendos. Mi esposo, siempre el escéptico, insistía en que era solo el viento jugando trucos. Pero mi padre, con su sabiduría y su amor por los cuentos, me animó a averiguar la verdad.
Una tarde de otoño, armados con linterna en mano y el corazón latiendo fuertemente, decidimos abrir el ropero todos juntos. Los niños se aferraron de nuestras manos mientras las puertas se abrían lentamente, chirriando con un sonido que parecía sacado de una película de suspenso.
Para nuestra sorpresa, el interior del ropero estaba vacío, excepto por un viejo álbum de fotos y una capa de polvo que bailaba en los rayos de luz que se colaban. Sin embargo, justo cuando estábamos a punto de cerrar las puertas y declarar nuestra investigación como concluida, un suave resplandor comenzó a emanar de la parte trasera del ropero.
A medida que nos acercábamos, el resplandor se hizo más intenso, y una figura etérea comenzó a tomar forma. Era un fantasma, sí, pero no uno aterrador. Más bien parecía una dama antigua, vestida con ropas de época, que nos miraba con una expresión amistosa y algo melancólica.
«Perdón por molestarlos,» dijo con una voz que era como el susurro del viento. «Soy Esmeralda, y he estado aquí mucho tiempo, cuidando de algo muy especial para mí.»
Esmeralda, como descubrimos, había sido la anterior propietaria de la casa y había escondido en el ropero un diario de su vida, esperando que alguien lo encontrara y aprendiera de sus experiencias. Nos contó historias de su juventud, de cómo había vivido en tiempos turbulentos, pero siempre había encontrado belleza y esperanza en los pequeños momentos.
Decidimos que Esmeralda podría quedarse con nosotros, como un nuevo miembro de la familia. Los niños estaban encantados, y mi esposo tuvo que admitir que, después de todo, los fantasmas podrían ser reales.
Con el tiempo, Esmeralda se convirtió en una fuente de historias para las noches de insomnio y en una sabia consejera, especialmente para mi padre, quien encontró en ella a una vieja amiga para recordar tiempos pasados.
Y así, nuestra vida continuó, enriquecida por el misterio del ropero y la certeza de que, a veces, los cuentos de fantasmas pueden ser tan reales como uno desee que sean. Esmeralda nos enseñó que cada objeto, cada rincón de nuestro hogar, tiene una historia que contar, si solo nos atrevemos a escuchar.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.