En un reino donde los ríos cantaban y los bosques susurraban antiguas leyendas, vivía una joven princesa llamada Liana. Su belleza era celebrada en todo el reino; tenía el cabello como hilos de oro y ojos tan azules como el cielo al amanecer. Sin embargo, Liana sentía que algo faltaba en su vida, un vacío que ni su belleza ni los elogios podían llenar.
Un día, mientras deambulaba por los jardines del castillo, Liana escuchó rumores sobre una anciana que vivía en lo profundo del bosque, conocida por poseer una sabiduría inigualable sobre las verdades del mundo. Movida por un impulso de descubrir qué le faltaba, Liana decidió buscar a la anciana.
Al adentrarse en el bosque, la atmósfera cambiaba; los colores se tornaban más vivos y cada paso parecía llevarla más cerca de algún secreto antiguo. Finalmente, encontró a la anciana, que se llamaba Mira. A diferencia de Liana, Mira llevaba ropas simples y su rostro estaba surcado por las líneas del tiempo, pero sus ojos brillaban con una luz que hablaba de una belleza interior intensa y serena.
Liana, con cierta timidez, le preguntó a Mira sobre el secreto de la verdadera belleza. Mira sonrió con dulzura y propuso un trato: pasarían juntas tres días, durante los cuales Liana debería ayudarla en sus tareas diarias, y al final, recibiría su respuesta.
Durante esos días, Liana trabajó más duro de lo que jamás había trabajado. Ayudó a Mira a recoger hierbas, preparar medicinas, y cuidar del jardín que, aunque salvaje, estaba lleno de una belleza que Liana nunca había notado en los cuidados jardines del castillo. Escuchó historias de Mira, que hablaba de la belleza en las cosas simples y en los actos de bondad y compasión.
Al final del tercer día, mientras observaban juntas la puesta del sol, Mira le preguntó a Liana qué había aprendido. Liana, mirando sus manos ahora ásperas pero fuertes, y recordando las sonrisas de gratitud de Mira, se dio cuenta de que la belleza que buscaba no estaba en la admiración vacía de los cortesanos, sino en las acciones que enriquecen el alma.
«La verdadera belleza», comenzó Mira, «no es algo que se pueda ver solo con los ojos. Está en cada gesto de amor, en cada momento de comprensión, en la paciencia y en la fuerza que mostramos frente a las adversidades. Tú has descubierto que la belleza más duradera es la que construimos dentro de nosotros.»
Liana regresó al castillo con una nueva perspectiva. Su belleza exterior seguía siendo admirada por muchos, pero ella sabía ahora que su verdadera belleza era la que había cultivado en su interior: la bondad, la sabiduría y la compasión. Y con cada acto de amor, sentía que su belleza interior crecía y se reflejaba en su mirada, en sus palabras y en sus acciones.
El reino comenzó a ver a Liana no solo como una princesa hermosa, sino como un verdadero ejemplo de lo que significa ser bello. Y en los años venideros, Liana se aseguró de enseñar a todos en el reino que la belleza es mucho más que la apariencia; es un reflejo del espíritu.
Y así, la leyenda de Liana y su búsqueda de la verdadera belleza se transmitió de generación en generación, recordando a todos que la belleza más profunda y verdadera es la que reside en el corazón y el alma.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.