En una pequeña aldea rodeada de montañas y grandes valles, donde el sol calentaba las tierras y el aire olía a flores y tierra mojada, vivía una familia muy respetada por todos: los Lozano. Don Gregorio Lozano era el jefe de la aldea, un hombre fuerte y sabio que llevaba años cuidando a su gente y tomando decisiones importantes para el bienestar de todos. Sin embargo, lo que muchos no sabían era que la verdadera sabiduría habitaba en su casa no solo en él, sino también en su hija mayor, Neyra.
Neyra era una joven curiosa y llena de energía, con los ojos oscuros y brillantes que siempre parecían buscar respuestas más allá de lo que se veía a simple vista. Su padre, aunque respetaba las tradiciones, nunca le había permitido participar directamente en las decisiones del consejo porque “los jefes de familia son hombres por sucesión”, como solía decir Doña Gloria, la mujer más anciana y sabia de la aldea, quien además era la curandera. Doña Gloria siempre había aconsejado a Don Gregorio y a los otros hombres del pueblo, pero con las mujeres se mostraba severa con las costumbres antiguas.
Un día, el destino cambió bruscamente para la familia Lozano y para toda la aldea. Don Gregorio enfermó gravemente de una fiebre que lo dejó débil y sin fuerzas para gobernar. La preocupación de Neyra creció porque su padre, aunque intentaba ocultarlo, apenas podía levantarse de la cama.
Con Don Gregorio enfermo, el consejo de hombres que dirigía la comunidad empezó a reunirse más seguido. Entre ellos estaban Máximo, el comandante de los soldados, y otros hombres importantes que cada vez tomaban decisiones más egoístas. Fue entonces cuando una noticia terrible comenzó a correr por la aldea: el río que cruzaba cerca, una fuente vital de agua, estaba casi seco.
“Justo ahora que Don Gregorio no puede cuidar del río, el agua se está acabando”, murmuraban algunos en la plaza. Pero la verdad era que no solo el río estaba seco por causas naturales, sino que el consejo había decidido repartir el agua entre los soldados y los hombres más poderosos. Máximo y sus hombres acaparaban los pocos barriles y canales que quedaban, dejando a las mujeres y a los niños sin acceso suficiente.
Las mujeres, que antes solo eran quienes cuidaban el hogar y los cultivos, comenzaron a sentir una tristeza profunda, pero también una rabia silenciosa. Entre ellas, Inés, una amiga de Neyra, notaba cómo sus pequeñas hermanas y sus primas sufrían sin poder ni siquiera lavar sus manos o calmar la sed. “¿Será que siempre debemos esperar a que un hombre decida por nosotras?”, se preguntaba con impotencia.
Neyra, viendo la injusticia, se acercó a su madre, Doña Gloria, quien con paciencia le contó viejas historias de su pueblo, de cómo las mujeres siempre habían cuidado secretos de la tierra y el agua, tradiciones que los hombres habían olvidado o despreciado con el tiempo.
—Hay un conocimiento escondido bajo nuestros pies —le dijo Doña Gloria—, un saber antiguo que solo quienes escuchan a la tierra pueden descubrir.
Intrigada, Neyra comenzó a explorar alrededor de la aldea, visitando los rincones donde ninguna mano masculina había puesto atención en años. Fue entonces cuando encontró un pequeño manantial escondido entre las rocas, un ojo de agua que brotaba con fuerza a pesar de la sequía.
—Este lugar es un secreto —le dijo a Inés, quien la acompañaba—. Aquí puede tener agua nuestro pueblo, si sabemos cómo aprovecharla.
Neyra no perdió un día. Convocó a las mujeres de la aldea y compartió con ellas su descubrimiento. Juntas, comenzaron a imaginar un sistema para llevar esa agua a sus hogares y a sus cultivos: túneles pequeños, canales subterráneos y pozos que pudieran resistir la sequía y alimentar la vida.
Mientras tanto, los hombres del consejo seguían discutiendo y peleando por el poco agua del río, sin darse cuenta de lo que estaba por venir.
Con la ayuda de Doña Gloria, que enseñaba a las mujeres a cavar y a cuidar esas fuentes, y de Inés, que era hábil diseñando y midiendo, Neyra logró construir un acueducto que llevaba el agua del manantial directamente al centro del pueblo.
Cuentos cortos que te pueden gustar
El Bosque Mágico de Jose, Mateo, Juan y María
Anabella y la Puerta Mágica
El Mejor Regalo de Luis a Raúl
Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.