En un pequeño pueblo rodeado de montañas y bosques frondosos, vivía una enfermera llamada Enedina, conocida por su gran corazón y su increíble dedicación a ayudar a los demás. Desde muy joven, Enedina había sentido la necesidad de cuidar de las personas. Siempre llevaba consigo un pequeño maletín lleno de medicinas y vendas, lista para atender a quien lo necesitara. Dedicaba sus días a la salud de los vecinos, pero no solo a curar heridas o enfermedades, sino también a brindar compañía y palabras amables a aquellos que se sentían solos.
Un día, cuando el sol brillaba con fuerza en el cielo, mientras Enedina paseaba por el pueblo, escuchó un murmullo proveniente de la plaza. Se acercó con curiosidad y vio a un grupo de niños rodeando a una anciana. La mujer, de cabello blanco y arrugadas manos, intentaba contarles historias sobre su juventud. Sin embargo, se notaba que su voz estaba debilitada y que apenas podía sostenerse, por lo que los chicos no podían concentrarse en lo que decía. Enedina, al notar esto, se acercó y con su voz suave preguntó: “¿Qué le sucede, señora?”.
La anciana, que se llamaba Doña Emilia, sonrió débilmente. “Mis queridos niños, me gusta contarles historias, pero a veces mi energía se escapa y no puedo acabar mis relatos”, respondió un poco cansada. Los niños miraban a Enedina con ojos esperanzados, conscientes de que ella siempre tenía una solución. Enedina se agachó a la altura de la anciana y le dijo: “No te preocupes, Doña Emilia. Estoy aquí para ayudarte. Vamos a buscar un lugar donde puedas descansar y también un poco de agua fresca”.
Con la ayuda de los niños, Enedina llevó a Doña Emilia a la sombra de un árbol frondoso donde pudo recostarse. Mientras se recuperaba, Enedina les pidió a los niños que fueran a traer un poco de agua y algo de comida. Al ver el entusiasmo de los pequeños, sintió una calidez en el corazón. “No solo curamos cuerpos, también compartimos momentos y cuidamos de nuestras almas”, pensó. A su regreso, los niños trajeron no solo agua, sino también frutas frescas que habían recogido de sus huertos.
Mientras Doña Emilia disfrutaba de las golosinas y recuperaba fuerzas, Enedina se sentó junto a ella. “Cuéntanos una gran historia, Doña Emilia. Una que nos lleve a un lugar mágico”, pidió una niña llamada Lucía. “Sí, por favor, cuéntanos sobre el bosque encantado”, añadió un niño llamado Mateo. La anciana sonrió con nostalgia y comenzó a narrar una historia sobre un bosque lleno de criaturas mágicas, donde los sueños se volvían realidad para aquellos que creen en ellos.
Mientras la anciana hablaba, Enedina se dio cuenta de la felicidad en los rostros de los niños. La emoción crecía con cada palabra que salía de los labios de Doña Emilia. Pero, de repente, la anciana se detuvo y se llevó la mano al corazón, como si le costara respirar. Enedina, alerta, se acercó rápidamente y notó que su pulso era débil. “Necesitamos ayuda…”, susurró la anciana.
En ese momento, un nuevo personaje apareció en la escena: un joven llamado Tomás, que pasaba por allí. Se había trasladado al pueblo para ayudar a su familia en la granja. Al notar lo que sucedía, corrió hacia ellos. “¿Qué está pasando?”, preguntó, viéndolos a todos tan preocupados. Enedina, con el corazón en la mano, le explicó la situación. “La señora Doña Emilia necesita asistencia médica inmediata”, dijo.
Tomás, que había estudiado un poco de primeros auxilios, se acercó y comenzó a verificar los signos vitales de la anciana. Mientras lo hacía, Enedina se dio cuenta de que ese joven tenía un gran potencial, y sintió una chispa de esperanza al pensar que, con una pequeña guía, podría convertirse en un gran cuidador. “Tomás, ¿te gustaría acompañarme en mi camino por el bien? Con tus conocimientos y mis experiencias, podríamos hacer maravillas juntos”, propuso Enedina.
Mientras tanto, la anciana seguía débil, pero su espíritu permanecía firme. Con cada suspiro, parecía llenarse de vida, y lo que era un momento de tristeza se transformó rápidamente en uno de esperanza. “No te rindas, Doña Emilia”, animó Lucía con toda la fuerza de su corazón. “Tú eres nuestra narradora favorita, ¡necesitamos más historias de ti!”.
Luego de unos minutos en los que todos se unieron en pensamientos positivos, sucedió algo extraordinario. Con un resplandor suave y cálido que rodeó a Doña Emilia, ella abrió los ojos y sonrió. “¿Qué hice yo para merecer tanto amor?”, musitó. La energía había comenzado a fluir nuevamente en su cuerpo. Efectivamente, el amor edificado alrededor de ella había logrado un milagro.
Enedina, Tomás y los niños celebraron el difícil momento que habían superado juntos. A partir de entonces, la plaza del pueblo se llenó de risas y cuentos. Doña Emilia recuperó su energía y cada semana compartía con los niños preciosas historias, mientras Enedina y Tomás continuaban ayudando a quienes más lo necesitaban. Con el tiempo, Tomás se convirtió en aprendiz de Enedina, y juntos cuidaron del pueblo.
Así, en aquel rincón del mundo, la historia de la enfermera del corazón inquebrantable, del joven que ayudó a dar vida y de la anciana con cuentos inolvidables se convirtió en una leyenda, recordando a todos que en la unión y el amor hay poder para realizar milagros. La sonrisa en los rostros de los niños junto al corazón palpitante de la comunidad resonaban con fuerza, mostrando que a veces, los pequeños actos de bondad pueden crear grandes maravillosos cambios en el mundo.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.