Érase una vez, en un reino lejano, una hermosa princesa llamada Irene. Irene tenía el cabello largo y dorado, y sus ojos brillaban como estrellas en el cielo nocturno. Era muy querida en su reino por su bondad y su valentía. A Irene le encantaba explorar el bosque cercano junto a sus amiguitos. Siempre encontraban algo nuevo y emocionante en cada paseo, y sus risas llenaban el aire con alegría.
Un día, Irene y sus amigos decidieron ir al bosque para una nueva aventura. El sol brillaba y los pájaros cantaban felices mientras caminaban por el sendero cubierto de hojas. Jugaron a las escondidas, recogieron flores y se contaron historias de valientes caballeros y mágicas hadas.
El tiempo pasó rápidamente y, antes de que se dieran cuenta, comenzó a anochecer. Las sombras del bosque se hicieron más largas y el aire se volvió fresco. Irene miró a su alrededor y se dio cuenta de que no reconocía el lugar donde estaban. «Amiguitos,» dijo Irene, tratando de no mostrar su preocupación, «creo que nos hemos perdido.»
Los niños se reunieron alrededor de Irene, algunos con miedo en sus ojos. Justo en ese momento, un brillo misterioso apareció entre los árboles. «¿Qué es eso?» preguntó uno de los niños. Irene, con su valentía habitual, se adelantó para investigar. Al acercarse, vio que el brillo provenía de un portal mágico que se había abierto en medio del bosque.
«¡Miren esto!» exclamó Irene. «Parece un portal mágico. Deberíamos entrar y ver a dónde nos lleva.» Los niños, aunque asustados, confiaban en Irene y la siguieron a través del portal.
Al cruzar el portal, se encontraron en un lugar maravilloso llamado el Reino de los Dulces. Todo allí estaba hecho de dulces y golosinas. Los árboles tenían troncos de regaliz y hojas de menta, los caminos eran de galleta, y las casas estaban hechas de chocolate y caramelo. Los niños no podían creer lo que veían y empezaron a explorar con entusiasmo.
De repente, apareció ante ellos una princesa con una carita redonda y sonriente de mandarina. Llevaba un vestido rosa glaseado con chispitas de arcoíris y una coronita de grajeas en la cabeza. «¡Hola, pequeños aventureros!» dijo la princesa. «Soy la Princesa de los Dulces. ¿Qué los trae por aquí?»
Irene, con una reverencia, respondió: «Somos la Princesa Irene y sus amigos. Nos perdimos en el bosque y encontramos este portal. ¿Podrías ayudarnos a volver a casa?»
La Princesa de los Dulces asintió con una sonrisa, pero su expresión se tornó seria. «Claro que los ayudaré, pero necesito su ayuda primero. Alguien ha robado la miel dulce que uso para decorar mis galletas. Sin ella, no puedo hacer mis deliciosos postres. ¿Podrían ayudarme a encontrar al ladrón?»
Irene, siempre dispuesta a ayudar, dijo: «¡Por supuesto, Princesa de los Dulces! Te ayudaremos a encontrar al ladrón y recuperar la miel dulce.»
La Princesa de los Dulces les dio una varita mágica y explicó cómo abrir un portal gigante que los llevaría al lugar donde sospechaba que el ladrón se escondía. Irene agitó la varita y, con un destello de luz, apareció un enorme camión de golosinas. Los niños subieron al camión y se pusieron en marcha en busca del ladrón.
A lo largo del camino, vieron muchas maravillas del Reino de los Dulces. Pasaron por ríos de chocolate y montañas de helado, y cada lugar era más impresionante que el anterior. Pero no podían distraerse, tenían una misión que cumplir.
Finalmente, llegaron a un oscuro bosque de regaliz. Irene, con la varita en mano, lideró a los niños en la búsqueda del ladrón. De repente, vieron una sombra moverse entre los árboles. «¡Allí está!» gritó uno de los niños. Corrieron hacia la sombra y acorralaron al ladrón, pero éste logró escabullirse, dejando ver una parte de su cuerpo.
Irene notó que el ladrón tenía una cola peluda y patas pequeñas. «Debe ser un animal,» pensó. Decidieron seguir las huellas que había dejado en el suelo de regaliz. Las huellas los llevaron a una cueva hecha de galleta de jengibre. Con cautela, Irene y sus amigos entraron en la cueva.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.