Un día soleado, en un pequeño pueblo lleno de flores y risas, vivían cuatro amigos inseparables: Lucía, Mateo, Sofía y Andrés. Siempre exploraban juntos y soñaban con aventuras fantásticas. Un día, mientras jugaban en el parque, encontraron un misterioso libro antiguo bajo un gran roble. El libro tenía ilustraciones de criaturas mágicas y mapas de lugares asombrosos. Lucía, la más curiosa, abrió el libro y, de repente, un brillo dorado salió de sus páginas.
“¡Miren!” exclamó Lucía. “¿Qué es esta luz tan brillante?”
Mateo, que siempre estaba listo para la aventura, sugirió: “Debemos tocarlo. Quizás nos lleve a un lugar mágico.”
Sofía, un poco más cautelosa, dijo: “¿Y si nos metemos en problemas?” Pero Andrés, que era el más valiente del grupo, ya había puesto su mano sobre la luz dorada sin dudarlo. En un instante, todos se sintieron absorbidos por un torbellino de colores.
Cuando el torbellino se detuvo, los amigos se encontraron en un bosque luminoso, donde los árboles tenían hojas de diferentes colores brillantes y los animales hablaban. Un pequeño zorro con un abrigo de rayas se les acercó. “¡Bienvenidos al Reino de los Números!” dijo el zorro con voz alegre. “Soy Maticus, el guardián de este lugar mágico. Necesito su ayuda.”
“¿Cómo podemos ayudarte?” preguntó Mateo, con entusiasmo.
“Un malvado mago robó las estrellas de la matemática y ahora el reino está en caos. Sin las estrellas, no podemos sumar ni restar, y los números han empezado a enloquecer. Si no los recuperamos, jamás podrán regresar a su hogar,” explicó Maticus.
“¡No te preocupes! Vamos a ayudarte,” aseguraron Lucía, Mateo, Sofía y Andrés al unísono. El zorro sonrió y, con un movimiento de su pata, hizo aparecer un mapa brillante. “Aquí está el camino hacia la cueva del mago. Deben resolver varios acertijos matemáticos para atravesar el bosque y llegar a su guarida.”
Los cuatro amigos miraron el mapa y, sin pensarlo dos veces, comenzaron su travesía. Mientras caminaban, el primer desafío apareció ante ellos: un enorme puente que sólo podía ser cruzado si respondían una adivinanza.
“Para cruzar, deben ir de dos en dos, pero de uno en uno no pueden pasar. ¿Cuántos amigos pueden cruzar el puente al mismo tiempo?” preguntó el puente en una voz profunda.
“¡Dos amigos!” gritaron los niños. El puente se iluminó y se abrió, permitiéndoles cruzar.
Al otro lado, se encontraron con un lago de agua cristalina. Al borde del lago, había un pez dorado que también tenía un acertijo. “Para que puedan atravesar este lago, deben contar cuántos van a navegar. Si hay tres en la barca y dos quieren nadar, ¿cuántos quedan en la orilla?”
“¡Dos quedan en la orilla!” exclamó Sofía, contenta de ayudar. El pez dorado sonrió y les permitió usar una pequeña barca encantada para cruzar.
Fueron dejando atrás montañas de cifras que subían y bajaban, y pasaron por un campo de flores que sólo florecían en números pares. Lucía, Andrés y Mateo se maravillaron al ver cómo las flores se movían al ritmo de los números que danzaban alrededor. “¡Son mágicas!” dijo Lucía.
Finalmente, llegaron a la cueva del mago. La entrada era oscura y tenebrosa, pero los amigos no tenían miedo. Maticus los llevó hasta la sala principal, donde encontraron al mago, que estaba sentado sobre una montaña de estrellas de papel.
“¿Quiénes son ustedes?”, preguntó el mago con voz grave.
“Somos amigos y venimos a recuperar las estrellas de la matemática,” respondió Mateo, levantando la voz con valentía.
“Para que eso suceda, deben desafiarme en una batalla de matemáticas,” dijo el mago con una sonrisa traviesa. “Si logran responder mis preguntas, les devolveré las estrellas.”
Los amigos asintieron y comenzaron a responder diferentes acertijos matemáticos que incluían sumas y restas. Con cada respuesta correcta, el mago se hacía más pequeño, hasta que finalmente llegó la última pregunta. “Si tengo cinco estrellas y regalo dos, ¿cuántas me quedan?”
“¡Tres estrellas!” gritaron todos al unísono, sintiendo la emoción en el aire.
El mago, ya pequeño como una mota de polvo, no pudo más que sonreír. “¡Bien hecho! Han demostrado que son verdaderos matemáticos valientes. Aquí están las estrellas de la matemática.” Con un movimiento mágico, el mago hizo aparecer las estrellas brillas en el aire, depositándolas en las manos de Maticus.
“Gracias por ayudarme,” dijo el zorro, que estaba tan emocionado que su cola temblaba de felicidad. “Sin ustedes, el Reino de los Números jamás tendría esperanza.”
Los amigos se sintieron orgullosos de haber ayudado y, con sus corazones llenos de alegría, Maticus les guió de vuelta al bosque. Mientras cruzaban el puente, pasaban frente al lago y finalmente llegaron al lugar donde habían encontrado el libro.
De repente, la luz dorada los envolvió de nuevo y todos juntos gritaron: “¡Nos vemos pronto, Reino de los Números!” A medida que la luz se desvanecía, los amigos se encontraron de nuevo en el parque donde todo había comenzado.
Se miraron entre risas y abrazos. “¡Hicimos un gran trabajo!” dijo Sofía. “Además, aprendimos mucho sobre sumar y restar.”
“Sí, y siempre juntos, podemos superar cualquier dificultad,” agregó Andrés.
Lucía miró el misterioso libro y sonrió. “Estemos listos para nuestra próxima aventura.”
Con el eco de la aventura aún en sus corazones, los cuatro amigos se fueron a jugar, seguros de que todo es posible cuando se tiene valor y, a la vez, se aprende a disfrutar de las matemáticas. Y así, siguen descubriendo que, en cada desafío, siempre hay una forma de sumar alegría y restar los miedos.
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Autor del Cuento
Soy Francisco J., apasionado de las historias y, lo más importante, padre de un pequeño. Durante el emocionante viaje de enseñar a mi hijo a leer, descubrí un pequeño secreto: cuando las historias incluyen a amigos, familiares o lugares conocidos, la magia realmente sucede. La conexión emocional con el cuento motiva a los niños a sumergirse más profundamente en las palabras y a descubrir el maravilloso mundo de la lectura. Saber más de mí.